sábado, 27 de septiembre de 2014
CAPITULO 4
PAULA
Normalmente, si me despertara, abriera los ojos, y viera a un
hombre enojado mirándome desde el marco de la puerta, habría gritado.
Habría lanzado cosas. Habría corrido al baño y me hubiera encerrado.
Sin embargo, no hago ninguna de esas cosas.
Me quedo mirándolo fijamente, porque me siento confundida al pensar en que este sea el mismo chico que estaba borracho y se había desmayado en el pasillo. ¿Cómo puede ser el mismo chico que anoche lloró hasta quedarse dormido?
Él es intimidante. Está enojado. Y me está mirando como si debiera disculparme, o darle alguna explicación.
Sin embargo, es el mismo chico, ya que está usando el mismo par de vaqueros y la misma camiseta negra en la que se quedó dormido anoche.
Lo único diferente en su apariencia es que ahora es capaz de mantenerse de pie por sí mismo.
—¿Qué le pasó a mi mano, Paula?
Sabe mi nombre. ¿Lo sabe porque Gonzalo le contó que me estaba mudando para acá o porque en verdad recuerda que anoche se lo dije?
Espero que Gonzalo le haya dicho, porque honestamente no quiero que me recuerde por lo de anoche. De pronto, me siento avergonzada de que pueda recordarme consolándolo mientras lloraba hasta quedarse dormido.
Aparentemente no tiene idea de lo que le pasó a su mano, así que espero que eso signifique que no tiene recuerdos de nada más allá de eso.
Se encuentra recostado contra la puerta de mi habitación y los brazos cruzados sobre su pecho. Luce a la defensiva, como si yo fuera la responsable de su mala noche. Me ruedo, ya que aún no he dormido completo, a pesar de que él se encuentra allí pensando que le debo algún tipo de explicación. Lanzo las sábanas por encima de mi cabeza.
—Cierra la puerta cuando salgas —digo, esperando que entienda la indirecta de que es más que bienvenido de volver a su apartamento.
—¿Dónde está mi teléfono?
Aprieto mis ojos y trato de ahogar el suave sonido de su voz,
mientras se desliza por mis oídos y se abre camino a través de cada uno de los nervios de mi cuerpo, calentándome en lugares que ésta sábana endeble no logró calentarme en toda la noche.
Me recuerdo a mí misma que la persona a la que le pertenece esa sensual voz en este momento se encuentra en mi puerta, demandando cosas con una actitud grosera, sin siquiera reconocer el hecho de que anoche lo había ayudado. Me gustaría saber dónde está mi Gracias. O mi
hola, soy Pedro. Mucho gusto en conocerte.
No obtengo nada de eso de parte de este chico. Se encuentra demasiado preocupado por sí mismo como para preocuparse por la cantidad de personas a la que su descuido pudo haber molestado anoche.
Si este chico y su actitud van a ser mis vecinos durante los siguientes meses, ahora sería un buen momento para establecer los límites.
Lanzo las sábanas y me levanto, luego camino hacia la puerta y encuentro su mirada. —Hazme un favor y retrocede.
Sorprendentemente, lo hace. Mantengo mis ojos en los suyos hasta que la puerta de mi habitación se cierra en su cara de golpe, y ahora todo lo veo es la parte posterior de la puerta. Sonrío y camino de vuelta a la cama. Me acuesto y cubro mi cabeza con las sábanas.
Yo gano.
¿He mencionado que no tolero mucho las mañanas? La puerta se abre de golpe otra vez.
—¿Cuál es tu maldito problema? —grita.
Gruño, luego me siento en la cama y lo miro. Una vez más, se encuentra de pie junto a la puerta, mirándome como si le debiera algo.
—¡Tú! —le grito de vuelta.
Se ve tan genuinamente sorprendido ante mi tosca respuesta, que me hace sentir un poco mal. ¡Pero él es el que está actuando como un idiota!
Eso creo.
Él empezó.
Eso creo.
Me mira con dureza por unos segundos, luego inclina la cabeza hacia delante y arquea una ceja.
—¿Nosotros…? —Apunta con su dedo hacia mí y luego hacia él—. ¿Nos acostamos anoche? ¿Es por eso que estás enojada?
Me reí mientras mis pensamientos son confirmados.
Es todo un idiota.
Genial. Soy vecina de un chico que obviamente se emborracha en exceso por las noches, y trae a casa a tantas chicas que ni siquiera puede recordar con cuales se mete.
Abro mi boca para responder, pero soy interrumpida por el sonido de la puerta del apartamento cerrándose, y la voz de Gonzalo gritando.
—¿Paula?
Inmediatamente salto y corro hacia la puerta, pero Pedro sigue bloqueándola y observándome, esperando una respuesta a su pregunta. Lo miro directo a los ojos para dársela, pero su mirada me toma con la guardia baja por un segundo.
Sus ojos son del azul más claro que alguna vez haya visto.
Ya no queda rastro de esos pesados ojos enrojecidos de anoche. Sus ojos son tan claros que casi no tienen color. Seguí mirándolos, como esperando ver olas si los veía lo suficientemente cerca. Diría que son tan claros como las
aguas del Caribe, pero en realidad nunca he estado en el Caribe, así que no podría saberlo.
Parpadea e inmediatamente me aleja del Caribe y de vuelta a San Francisco. De vuelta a esta habitación. De vuelta a la última pregunta que me hizo antes de que Gonzalo entrara por la puerta.
—No estoy muy segura de que “acostarnos” sea la palabra adecuada para lo que hicimos anoche —susurro. Lo miro, esperando a que se aparte de mi camino.
Lo que hace es enderezarse, colocando una armadura invisible con su postura y su rígido lenguaje no verbal.
Aparentemente, no le gusta la imagen de los dos haciéndolo, basada en la mirada reservada que me está dando. Casi parece como si estuviera viéndome con disgusto, lo cual hace que me desagrade mucho más.
No me echo para atrás, y ninguno de los dos rompe el contacto visual cuando da un paso fuera de mi camino y me deja pasar a su lado.
Al salir de la habitación, veo a Gonzalo rondando el pasillo.
Me mira y luego a Pedro, así que rápidamente le lanzo una mirada para hacerle saber que no existe ni la más remota posibilidad a lo que está pensando.
—Hola, hermana —dice, halándome en un abrazo.
No lo había visto en casi seis meses. A veces es fácil olvidar lo mucho que extrañas a alguien hasta que vuelves a ver a esa persona. Ese no es el caso con Gonzalo. Siempre lo extraño. Por más que su actitud protectora pueda cansarme a veces, también es testamento de cuán cercanos somos.
Gonzalo me suelta y tira de un mechón de mi cabello. —Está más largo —dice—. Me gusta.
Este podría ser el mayor tiempo que hemos durado sin vernos.
Estiro la mano y revuelvo el cabello que cuelga sobre su frente. —También el tuyo —digo—. Y no me gusta.
Le sonrío para hacerle saber que estoy bromeando. En realidad, en él me gusta esa apariencia desordenada. La gente siempre dice que nos parecemos mucho, pero yo no lo creo. Su piel es más oscura que la mía, lo que siempre he envidiado. Nuestro cabello es del mismo tono de castaño,
pero nuestros rasgos faciales no son para nada parecidos, específicamente nuestros ojos. Mamá solía decirnos que si poníamos nuestros ojos juntos, se verían justo como un árbol. Los de él eran tan verdes como las hojas, y los míos tan marrones como el tronco.
Siempre envidié que él fuera las hojas del árbol, porque el verde era mi color favorito al crecer.
Gonzalo saluda a Pedro con un gesto con la cabeza. —Hola, hermano.¿Mala noche? —Le hace la pregunta con una risita, como si supiera exactamente qué tipo de noche tuvo Pedro ayer.
Pedro camina a nuestro lado. —No lo sé —dice en respuesta—. No lo recuerdo. —Camina hacia la cocina y abre un gabinete, tomando una taza como si se sintiera lo suficientemente cómodo aquí para hacerlo.
No me gusta eso.
No me gusta que Pedro se sienta cómodo.
Pedro, el cómodo, abre otro gabinete y toma una botella de aspirina, llena la taza con agua, y lanza la aspirina hacia su boca.
—¿Trajiste todas tus cosas? —me pregunta Gonzalo.
—Nop —digo, mirando a Pedro al responder—. Estuve demasiado ocupada preocupándome por tu vecino.
Pedro se aclara la garganta con nerviosismo mientras lava la taza y la coloca de vuelta en el gabinete. Su incomodidad ante su lapso de memoria me hace reír. Me gusta que no tenga ni idea de lo que pasó anoche. Incluso me gusta un poco que la idea de estar conmigo pareciera ponerlo nervioso.
Podría mantener esta fachada por un tiempo sólo para mi propio disfrute enfermizo.
Gonzalo me mira como si supiera lo que estoy planeando.
Pedro sale de la cocina y mira en mi dirección, luego hacia Gonzalo.
—Ya me habría ido, pero no puedo encontrar mis llaves. ¿Tienes mi copia?
Gonzalo asiente y camina hacia un cajón en la cocina. Lo abre, toma una llave, y se la lanza a Pedro, quien la atrapa en el aire. —¿Puedes volver en una hora y ayudarme a descargar el auto de Paula? Quiero ducharme primero.
Pedro asiente, pero sus ojos van brevemente a los míos, cuando Gonzalo comienza a caminar hacia su habitación.
—Nos pondremos al día cuando no sea tan temprano —me dice Gonzalo.
Pudieron haber pasado siete años desde que vivimos juntos, pero aparentemente recuerda que no soy muy conversadora en las mañanas.
Muy mal que Pedro no sepa eso de mí.
Después de que Gonzalo desaparece en su habitación, me doy la vuelta y encaro a Pedro otra vez. Me mira expectante, como si aún está esperando que le responda las preguntas que me había hecho. Sólo quiero que se vaya, así que le contesto todas a la vez.
—Anoche cuando llegué, estabas desmayado en el pasillo. No sabía quién eras, así que cuando intentaste entrar al apartamento, puede que haya cerrado la puerta en tu mano. No está rota. La revisé, y sólo tiene un moretón como mucho. Simplemente ponle algo de hielo y envuélvela por
unas horas. Y no, no nos acostamos. Te ayudé a entrar al apartamento, y luego me fui a la cama. Tu teléfono está en el suelo junto a la puerta principal, donde lo dejaste caer anoche porque estabas demasiado ebrio para caminar.
Me di la vuelta hacia mi habitación, simplemente queriendo alejarme de la intensidad en sus ojos.
Me giro de nuevo cuando llego a la puerta de mi habitación. —Cuando regreses en una hora y yo hay tenido chance de despertarme por completo, podemos intentarlo de nuevo.
Su mandíbula se tensa. —¿Intentar de nuevo qué? —pregunta.
—Empezar con el pie derecho.
Cierro la puerta, poniendo una barrera entre esa voz y yo. Y esa mirada.
CAPITULO 3
PEDRO
Seis años antes…
Abro la puerta de la oficina de administración y llevo el rollo de papel
al escritorio de la secretaria. Antes de girarme y dirigirme de nuevo a clase,
ella me detiene con una pregunta. —Estás en la clase de inglés de último
año del Sr. Clayton, ¿no es así, Pedro?
—Sí —le contesto a la Sra. Borden—. ¿Necesita que le lleve algo?
El teléfono en su escritorio suena, y ella asiente, descolgando el
auricular. Lo cubre con la mano. —Espera por aquí un minuto o dos —
dice, señalando con la cabeza en dirección a la oficina del director—.
Tenemos una nueva estudiante que acaba de inscribirse, y ella también
tiene al Sr. Clayton en este período. Necesito que le muestres el salón.
Estoy de acuerdo y me dejo caer en una de las sillas junto a la
puerta. Miro a mi alrededor en la oficina de administración y me doy
cuenta de que es la primera vez, en los cuatro años que he estado en la
secundaria, que me he sentado en alguna de estas sillas. Lo que significa
que he logrado pasar cuatro años sin ser enviado a esta oficina.
Mi madre se habría sentido orgullosa de saberlo, a pesar de que eso
me deja un poco decepcionado de mí mismo. Detención es algo que todos
los varones en la secundaria deberían cumplir, al menos una vez. Tengo el
resto de mi último año para lograrlo, así que debo mirar hacia adelante.
Saco el celular de mi bolsillo, con la secreta esperanza de que la Sra.
Borden me vea con él y decida golpearme con una nota de detención.
Cuando miro hacia ella, todavía está en el teléfono, pero hace contacto
visual conmigo. Ella simplemente sonríe y continúa con sus funciones de
secretaría.
Sacudo la cabeza con decepción, y abro un mensaje nuevo para Ian.
No se necesita mucho para emocionar a la gente por aquí. Nada nuevo
sucede nunca.
Yo: Nueva chica inscrita hoy. De último año.
Ian: ¿Es caliente?
Yo: No la he visto aún. Estoy a punto de acompañarla a clase.
Ian: Toma una fotografía si es caliente.
Yo: Lo haré. Por cierto, ¿cuántas veces has ido a detención este año?
Ian: Dos. ¿Por qué? ¿Qué has hecho?
¿Dos veces? Sí, necesito rebelarme un poco antes de la graduación.
Definitivamente debo entregar tarde algunas tareas este año.
Soy patético.
La puerta de la oficina del director se abre, así que cierro mi
teléfono. Lo deslizo en mi bolsillo y alzo la mirada.
No quiero volver a mirar hacia abajo de nuevo.
—Pedro va a mostrarte el camino a la clase del Sr. Clayton, Romina.
—La Sra. Borden señala a Romina en mi dirección, y ella comienza a
caminar hacia mí.
Al instante me vuelvo consciente de mis piernas y su incapacidad
para ponerse de pie.
Mi boca se olvida de cómo hablar.
Mis brazos se olvidan de cómo presentar a la persona a la cual están
adheridos.
Mi corazón se olvida de esperar y llegar a conocer a la chica antes de
comenzar a abrirse camino fuera de mi pecho para llegar hasta ella.
Romina. Romina.
Romina, Romina, Romina.
Es como poesía.
Como prosa, y cartas de amor, y letras de canciones que descienden
por el
centro
de
una
página.
Romina, Romina, Romina.
Digo su nombre una y otra vez en mi cabeza, porque estoy seguro
que es el nombre de la próxima chica de la que voy a enamorarme.
De repente, estoy de pie. Caminando hacia ella. Podría
estar sonriendo, pretendiendo no sentirme afectado por esos ojos
verdes que espero que algún día sonrían sólo para mí. O
por su cabello color rojo como mi corazón, que no se ve como si hubiera
sido alterado desde que Dios lo creó específicamente con ella en mente.
Estoy hablando con ella.
Le digo que mi nombre es Pedro.
Le digo que me puede seguir, y que le mostraré el camino a la clase del
Sr. Clayton.
La miro porque no ha hablado todavía, pero su asentimiento es lo más
lindo que una chica me ha dicho nunca.
Le pregunto de dónde es y ella me dice que de Arizona. —Phoenix —
especifica.
No le pregunto lo qué la trajo a California, pero le digo
que mi padre hace negocios en Phoenix todo el tiempo, porque es dueño
de algunos edificios allí.
Ella sonríe.
Le digo que nunca he estado allí, pero que me gustaría ir algún día.
Ella vuelve a sonreír.
Creo que dice que es una ciudad muy bonita, pero es difícil entender
sus palabras cuando todo lo que escucho en mi cabeza es su nombre.
Romina.
Voy a enamorarme de ti, Romina.
Su sonrisa me da ganas de seguir hablando, así que le hago otra
pregunta mientras pasamos el salón del Sr. Clayton.
Seguimos caminando.
Ella sigue hablando, porque continúo haciéndole preguntas.
Asiente un poco.
Responde algunas.
Canta algunas.
O al menos suena de esa manera.
Llegamos al final del pasillo justo cuando ella dice
algo sobre cómo espera que le guste esta escuela, porque
no estaba lista para mudarse de Phoenix.
No se ve contenta de haberse mudado.
Ella no sabe lo contento que estoy de que lo haya hecho.
—¿Dónde es la clase del Sr. Clayton? —pregunta
Me quedo mirando la boca que acaba de hacerme esa pregunta. Sus
labios no son simétricos. El superior es ligeramente más delgado que el
inferior, pero no puedes darte cuenta de ello hasta que habla. Cuando
las palabras salen de su boca, me hacen preguntarme por qué suenan
mejor cuando vienen de su boca que cuando vienen de
cualquier otra.
Y sus ojos. No hay manera de que sus ojos no estén viendo un mundo
más hermoso y pacífico que el resto de los ojos.
Me quedo mirándola unos segundos más, luego señalo detrás de mí
y le digo que nos pasamos el salón del Sr. Clayton.
Sus mejillas se vuelven un tono más rosa, como si mi confesión la
afectara de la misma manera en que ella me afecta a mí.
Sonrío de nuevo.
Señalo con la cabeza hacia la clase del Sr. Clayton.
Caminamos en esa dirección.
Romina.
Vas a enamorarte de mí, Romina.
Abro la puerta para ella y dejo que la clase sepa que
es nueva aquí. También quiero agregar, por el bien de todos los otros
chicos en el salón, que ella no es suya.
Es mía.
Pero no digo nada.
No tengo que hacerlo, porque la única que necesita ser advertida
de que quiero a Romina es Romina.
Ella me mira y sonríe de nuevo, tomando el único asiento vacío,
al otro lado del salón.
Sus ojos me dicen que ella ya sabe que es mía.
Es sólo cuestión de tiempo.
Quiero enviarle un mensaje a Ian y decirle que ella no es caliente.
Quiero decirle que es volcánica, pero él se reiría de eso.
En cambio, discretamente le tomo una fotografía desde donde estoy
sentado.
Le envío a Ian la fotografía junto con un mensaje que dice: Ella va a
tener todos mis bebés.
El Sr. Clayton comienza la clase.
Pedro Alfonso está obsesionado
Conocí a Romina el lunes.
Es viernes.
No le he dicho una palabra más desde el día en que nos conocimos. No
sé por qué. Tenemos tres clases juntos. Cada vez que la veo,
me sonríe como si quisiera que hable con ella. Y cada vez que
encuentro el coraje, me detengo a mí mismo.
Solía ser confiado.
Entonces apareció Romina.
Me di plazo hasta hoy. Si no encontraba el coraje para hablarle
hasta el día de hoy, iba a abandonar mi única oportunidad con ella.
Las chicas como Romina no están disponibles por mucho tiempo.
Si es que incluso está disponible.
No sé su historia o si está enganchada con algún chico de Phoenix, pero
solo hay una forma de averiguarlo.
Estoy parado junto a su casillero, esperándola. Ella sale de clase
y me sonríe. La saludo con un “Hola” cuando se acerca a
su casillero. Noto el mismo cambio sutil en el color de su piel. Me
gusta eso.
Le pregunto cómo estuvo su primera semana. Me dice que estuvo bien.
Le pregunto si ha hecho algún amigo, y ella se encoge cuando dice—:
Unos pocos.
La huelo, disimuladamente.
Ella lo nota de todas formas.
Le digo que huele bien.
Y ella dice—: Gracias.
Alejo el sonido de mi corazón golpeteando en mis
oídos. Alejo el brillo de humedad en
mis palmas. Me ahogo en su nombre, que quiero seguir
repitiendo en voz alta una y otra vez. Lo alejo todo
y me aferro a su mirada mientras le pregunto si le gustaría hacer
algo más tarde.
Mantengo todo alejado y hago lugar para su respuesta,
porque es lo único que quiero.
Quiero ese asentimiento, de hecho. ¿Ese que no requiere palabras?
¿Sólo una sonrisa?
No lo obtengo.
Tiene planes esta noche.
Todo vuelve, diez veces peor, extendiéndose como una inundación, y yo
soy la presa. Los golpeteos, las palmas sudorosas, su nombre, una
inseguridad recién descubierta que nunca supe que existía,
enterrándose en mi pecho.
Todo aquello se hace cargo y se siente como si estuviera construyendo
un muro alrededor de ella.
—Sin embargo, no estoy ocupada mañana —dice, destruyendo la
pared con sus palabras.
Hago lugar para esas palabras. Mucho lugar. Las dejo invadirme.
Absorbo esas palabras como una esponja. Las arrojo al aire y las trago.
—Mañana funciona para mí —digo. Saco el teléfono de mi
bolsillo, sin preocuparme de esconder mi sonrisa—. ¿Cuál es tu
número? Te llamaré.
Ella me dice su número.
Está emocionada.
Está emocionada.
Guardo su contacto en mi teléfono, sabiendo que va a estar allí por
mucho, mucho tiempo.
Y voy a usarlo.
Mucho.
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