domingo, 19 de octubre de 2014

CAPITULO 54



PEDRO



En la actualidad...



Sus ojos finalmente encuentran el coraje para mirar los míos, pero
trato de no verla. Cuando realmente la miro, es demasiado. Cada vez que
estoy con ella, sus ojos, su boca, su voz y su sonrisa encuentran cada
punto vulnerable en mí para romperlo. Para aprovecharlo. Para
conquistarlo. Cada vez que estoy cerca de ella, tengo que luchar contra
ello, así que trato de no verla con otra cosa que mis ojos esta vez.
Dice que está aquí para despedirse, pero no es por eso que está aquí,
y lo sabe. Está aquí porque se enamoró de mí, aunque le dije que no lo
hiciera. Está aquí porque todavía tiene la esperanza de que pueda amarla
recíprocamente.
Quiero hacerlo, Paula. Quiero amarte tanto que duele, maldición.
Ni siquiera reconozco mi propia voz cuando le digo adiós. La falta de
emoción detrás de mis palabras podría ser malinterpretada como odio.
Muy lejos de la apatía que estoy tratando de transmitir, y un grito aún
más lejano de las ganas que tengo de rogarle que no se vaya.
Inmediatamente baja la mirada a sus pies. Puedo decir que mi
respuesta acaba de matarla, pero le he dado suficientes falsas esperanzas.
Cada vez que le permitía entrar, la lastima mucho más que cuando tengo
que apartarla.
Pero es difícil sentirse mal por ella, porque por mucho que esté
dolida, no conoce el dolor. No lo conoce como yo. Lo mantengo vivo. Lo
mantengo funcionando. Lo mantengo creciendo cada vez que lo
experimento.
Inhala y luego me mira con unos ojos un poco más rojos y brillantes.
—Te mereces mucho más de lo que te estás permitiendo tener. —Se
levanta de puntillas y coloca las manos sobre mis hombros, luego presiona
sus labios contra mi mejilla—. Adiós, Pedro.
Se da la vuelta y camina hacia el ascensor, justo cuando Gonzalo sale
a su encuentro. La veo levantar una de sus manos para secarse las
lágrimas.
La observo alejarse.
Cierro la puerta, esperando sentir el más mínimo murmullo de alivio
por el hecho de que fui capaz de dejarla a ir. En cambio, me encuentro con
la única sensación familiar que mi corazón es capaz de sentir: el dolor.
—Eres un maldito idiota —dice Ian detrás de mí. Me doy la vuelta, y
está sentado en el brazo del sofá, mirándome—. ¿Por qué no vas tras ella
ahora mismo?
Porque, Ian, odio este sentimiento. Odio cada sentimiento que provoca
en mí, porque me llena de todas las cosas que he pasado evitando los
últimos seis años.
—¿Por qué habría de hacerlo? —pregunto mientras me dirijo hacia
mi habitación. Hago una pausa con el golpe en la puerta principal.
Expulso un suspiro de frustración antes de volverme hacia la puerta, no
queriendo tener que rechazarla por segunda vez. Sin embargo, lo haré.
Incluso si tengo que dejarla con términos que la lastimarán aún más, tiene
que aceptar el hecho de que todo ha terminado. Lo dejé ir demasiado lejos.
Mierda, nunca debería haber permitido que comenzara incluso, con
nosotros sabiendo que sería más que probable que terminara de esta
manera.
Abro la puerta, pero aparece Gonzalo en mi línea de visión en lugar de
Paula. Quiero sentirme aliviado por el hecho de que está aquí en lugar de
ella, pero la mirada furiosa en su rostro hace que sea imposible sentirme
aliviado.
Antes de que pueda reaccionar, su puño conecta con mi boca, y doy
un traspiés hacia atrás, hacia el sofá. Ian impide mi caída, y recupero el
equilibrio antes de volverme hacia la puerta de nuevo.
—¿Qué demonios, Gonzalo? —grita Ian. Me está frenando,
suponiendo que quiero represalias.
No la quiero. Me lo merecía.
Gonzalo intercambia miradas entre nosotros, asentándose finalmente
en mí. Se lleva el puño al pecho y lo frota con la otra mano. —Todos
sabemos que debería haber hecho eso hace mucho tiempo. —Agarra el
pomo de la puerta y la cierra, desapareciendo de nuevo en el pasillo.
Me encojo de hombros, alejándome de las garras de Ian, y llevo una
mano a mis labios. Alejo los dedos y están teñidos de sangre.
—¿Y qué tal ahora? —dice Ian, esperanzado—. ¿Vas a ir tras ella
ahora?
Lo fulmino con la mirada antes de volver hacia mi dormitorio.
Ian se ríe a carcajadas. Es el tipo de risa que dice: Eres un jodido
idiota. Sólo que ya lo dijo, así que como que solo lo está repitiendo.
Me sigue a mi dormitorio.
Realmente no estoy de humor para esta conversación. Es bueno que
sepa cómo mirar a la gente sin mirarla en realidad.
Tomo asiento en la cama, y entra a mi habitación, inclinándose
contra la puerta. —Estoy cansado de esto, Pedro. Han pasado seis jodidos
años en los que te he visto caminar como un zombi por tu apartamento.
—No soy un zombi —digo rotundamente. —Los zombis no pueden
volar.
Ian voltea los ojos; obviamente no está de humor para bromas. Qué
bueno, porque no estoy de humor para hacerlas.
Continúa mirándome, así que tomo el teléfono y me tumbo en la
cama con el fin de fingir que no está aquí.
—Ha sido la primera cosa que te ha dado vida desde la noche en que
te ahogaste en ese maldito lago.
Lo lastimaré. Si no sale en este mismo segundo, lo lastimaré, joder.
—Vete.
—No.
Lo miro. Lo veo. —Vete a la mierda, Ian.
Camina a mi escritorio, saca la silla, y se sienta en ella. —Jódete,
Pedro —dice—, aún no he terminado.
—¡Vete!
—¡No!
Dejo de luchar contra él. Me levanto y salgo yo.
Me sigue. —Déjame hacerte una pregunta —dice, siguiéndome a la
sala.
—¿Y luego te irás?
Asiente. —Y luego me iré.
—Está bien.
Me mira en silencio por unos momentos.
Espero pacientemente por su pregunta para que pueda salir antes
de que lo lastime.
—¿Qué pasaría si alguien te dijera que pudiera borrar toda esa
noche de tu memoria, pero al hacerlo, también tendrían que borrar cada
cosa buena? Todos los momentos con Romina. Cada palabra, cada beso,
cada te amo. Cada momento que tuviste con tu hijo, por más breve que
fuera. El primer momento que viste a Romina sostenerlo. El primer
momento en que tú lo sostuviste. La primera vez que lo escuchaste llorar o
lo viste dormir. Todo eso. Borrado. Para siempre. Si alguien te dijera que
pudiera deshacerse de las cosas feas, pero que también perderías todas las
otras cosas… ¿lo harías?
Piensa que me está preguntando algo que nunca me he preguntado
antes. ¿Cree que no me siento y me pregunto acerca de estas cosas todos
los putos días de mi vida?
—No dijiste que tenía que responder a tu pregunta. Solo preguntaste
si podías hacerla. Puedes irte ahora.
Soy la peor clase de persona.
—No puedes responderla —dice—. No puedes decir que sí.
—Tampoco puedo decir que no —digo—. Felicidades, Ian. Me dejaste
perplejo. Adiós.
Empiezo a caminar de regreso a mi habitación, pero dice mi nombre
otra vez. Me detengo, pongo las manos en mis caderas y dejo caer la
cabeza. ¿Por qué no se detiene y ya? Han pasado seis malditos años.
Debería saber que esa noche me hizo quien soy ahora. Debería saber que
no voy a cambiar.
—Si te hubiera preguntado eso hace unos meses, habrías dicho que
sí antes de que la pregunta saliera de mi boca —dice—. Tu respuesta
siempre ha sido que sí. Habrías dado cualquier cosa para no tener que
volver a vivir esa noche.
Me doy la vuelta y se dirige hacia la puerta. La abre, luego hace una
pausa y me enfrenta de nuevo. —Si estar con Paula por unos pocos meses
pudo hacer que el dolor fuera lo suficientemente soportable como para que
pudieras responder con un tal vez, imagina lo que toda una vida con ella
podría hacer por ti.
Cierra la puerta.
Cierro los ojos.
Algo sucede. Algo dentro de mí. Es como si sus palabras hubieran
creado una avalancha del glaciar que rodea mi corazón. Siento trozos de
hielo endurecido desprenderse y caer al lado de todas las otras piezas que
se han desprendido desde el momento en que conocí a Paula.



*****



Salgo del ascensor y camino hacia la silla vacía al lado de Cap. Ni siquiera reconoce mi presencia con contacto visual. 


Está mirando a través del vestíbulo hacia la salida.


—Acabas de dejarla ir —dice, ni siquiera intenta de ocultar la decepción en su voz.


No respondo.


Se apoya contra los brazos de la silla, reposicionándose a sí mismo.


—Algunas personas… se vuelven más sabias a medida que crecen.Desafortunadamente, la mayoría de la gente apenas crece. —Se da vuelta para mirarme—. Tú eres una de las que sólo ha estado volviéndose viejas, porque eres tan estúpido como lo eras el día en que naciste.


Cap me conoce lo suficientemente bien como para saber que esto es lo que tenía que suceder. Me conoce de toda la vida; habiendo trabajado en el área de mantenimiento en los edificios de apartamentos de mi padre desde antes que yo naciera. Antes de eso, trabajó para mi abuelo haciendo lo mismo. Lo que garantiza que prácticamente sabe más sobre mí y mi familia que yo. —Tenía que pasar, Cap —digo, excusando el hecho de que dejé ir a la única chica que ha sido capaz de llegar a mí en más de seis años.


—Tenía que pasar, ¿eh? —refunfuña.


Por el tiempo que lo he conocido y por las muchas noches que he pasado aquí hablando con él, nunca me dio una opinión sobre las decisiones que he tomado. Sabe la vida que elegí después de Romina. Me da consejos llenos de sabiduría aquí y allá, pero nunca su opinión. Me escuchó ventilar sobre la situación con Paula durante meses, y siempre se sentó en silencio, con la paciencia de escucharme, nunca dándome consejos. Eso es lo que me gusta de él.


Creo que todo está a punto de cambiar.


—Antes de que me des un sermón, Cap —digo, interrumpiéndole antes de que tenga la oportunidad de continuar—, sabes que estará mejor así. —Me doy vuelta y lo miro—. Sabe que lo estará.


Cap se ríe, asintiendo. —Eso es malditamente seguro.


Lo miro con incredulidad. ¿Acaba de estar de acuerdo conmigo?


—¿Estás diciendo que tomé la decisión correcta?


Permanece en silencio por un segundo antes de soltar un suspiro.


Su expresión se contorsiona como si sus pensamientos no fueran algo que quiera que compartir. Se relaja en su silla y se cruza de brazos. —Me dije que nunca me involucraría en tus problemas, muchacho, porque para que un hombre de consejos, pues lo mejor es saber de qué demonios está
hablando. Y Dios sabe que en mis ochenta años nunca he pasado por nada como lo que has pasado. No sé nada acerca de cómo se sintió o lo que te hizo. Sólo pensar en esa noche hace que mi estómago duela, y sé que a ti también te duele. Y tu corazón. Y tus huesos. Y tu alma.


Cierro los ojos, deseando poder cerrar mis oídos en su lugar. No quiero escuchar esto.


—Ninguna de las personas en tu vida sabe lo que se siente ser tú. Ni yo. Ni tu padre. Ni esos amigos tuyos. Ni siquiera Paula. Sólo hay una persona que siente lo que tú sientes. Sólo una persona a la que le duele como te duele. Sólo el padre de ese bebé que le echa de menos la misma forma que tú lo haces.


Mis ojos están cerrados herméticamente, y estoy haciendo todo lo posible para respetar el final de la conversación, pero está tomándome todo lo que tengo no levantarme e irme. No tiene derecho a meter a Romina en esta conversación.


Pedro —dice en voz baja. Hay determinación en su voz, como si necesitara que me lo tome en serio. Siempre lo hago—. Tú crees que le quitaste a esa chica la posibilidad de ser feliz, y hasta que te enfrentes a ese pasado, nunca seguirás adelante. Vas a estar reviviendo ese día todos los días, hasta el día de tu muerte, a menos que vayas a ver por tus propios ojos que esté bien. Entonces tal vez verás que está bien que tú también seas feliz.


Me inclino hacia delante y paso las manos por mi cara, luego descanso los codos sobre las rodillas y bajo la mirada. 


Observo mientras una lágrima cae de mis ojos y cae en el suelo bajo mis pies. —¿Y qué pasa si ella no está bien? —susurro.


Cap se inclina hacia adelante y pone las manos entre sus rodillas.


Me doy vuelta y lo miro; por primera vez en los veinticuatro años que lo conozco, veo lágrimas en sus ojos. —Entonces no creo que algo cambie.
Puedes seguir sintiéndote como que no te mereces una vida por arruinar la suya. Puedes seguir evitando todo lo que podría hacer que sientas de nuevo. —Se inclina hacia mí y baja la voz—. Sé que la idea de enfrentarte a tu pasado te aterroriza. Le aterroriza a todo hombre. Pero a veces no lo
hacemos por nosotros mismos. Lo hacemos por la gente que amamos más que a nosotros mismos.

CAPITULO 53




PAULA


—Última carga —dice Gonzalo, recogiendo las dos cajas restantes.


Le entrego a Gonzalo la llave de mi nuevo lugar. —Daré una vuelta más y nos encontraremos allí. —Le abro la puerta, y sale del apartamento.


Me quedo allí, mirando la puerta al otro lado del pasillo.


No lo he visto ni hablado con él desde la semana pasada.


Egoístamente, he estado esperando que apareciera y me diera una disculpa, pero de nuevo, ¿por qué se disculparía siquiera? Nunca me mintió. Nunca expresó las promesas que rompió.


Las únicas veces que no fue brutalmente honesto conmigo fueron en las que no habló. Las veces que me miraba y yo asumía que los sentimientos que veía en sus ojos eran más de lo que él podía expresar.


Ahora es evidente que lo más probable es que yo inventara esos sentimientos de su parte para que coincidieran con los míos. La emoción ocasional detrás de sus ojos cuando estábamos juntos fue obviamente producto de mi imaginación. Un producto de mi esperanza.


Exploro el apartamento una vez más para asegurarme de que empaqué todo. Cuando salgo y cierro con llave la puerta de Gonzalo, mis movimientos caen bajo el mando de algo con lo que no estoy familiarizada.


No puedo decir si es valentía o desesperación, pero mi mano se vuelve un puño, y ese puño llama a su puerta.


Me digo a mí misma que si pasan diez segundos y la puerta no se abre, soy libre de escaparme hacia el ascensor.


Por desgracia, se abre después de siete.


Mis pensamientos comienzan a alborotarse con racionalidad
mientras la puerta se abre más. Antes de que esta gane y yo huya, Ian aparece en la puerta. Sus ojos cambian de complaciente a simpático cuando me ve parada ahí.


—Paula —dice, coronando mi nombre con una sonrisa. Noto el desvío de su mirada hacia la habitación de Pedro antes de que sus ojos regresen a los míos—. Déjame avisarle —dice.


Siento el ascenso de mi asentimiento, pero mi corazón está
descendiendo, escalando por mi pecho, a través de mi estómago, y cayendo directamente al suelo.


—Paula está en la puerta —oigo decir a Ian. Inspecciono cada palabra, cada sílaba, en busca de una pista donde pueda encontrar una. Quiero saber si puso los ojos en blanco cuando dijo eso o si lo hizo esperanzado.


Si alguien sabe cómo se sentiría Pedro conmigo frente a su puerta, ese sería Ian. Desafortunadamente, la voz de Ian no puede darme una idea de cómo se sentirá Pedro sobre mi presencia.


Escucho pasos. Disecciono el sonido de estos mientras se acercan a la sala de estar. ¿Son pasos apresurados? ¿Indecisos? ¿Enfadados?


Cuando llega a la puerta, mis ojos caen primero sobre sus pies.


No obtengo nada de ellos. No hay pistas que me ayuden a encontrar la confianza que necesito tan desesperadamente en este momento.


Ya puedo saber que mis palabras saldrán roncas y débiles, pero me obligo a decirlas de todos modos. —Me voy —digo, aun mirando sus pies—. Sólo quería despedirme.


No hay una reacción inmediata por su parte, física o verbal. 


Mis ojos finalmente hacen el valiente viaje hasta los suyos. 


Cuando veo la mirada estoica en su rostro, quiero retroceder, pero tengo miedo de tropezar con mi corazón.


No quiero que me vea caer.


El arrepentimiento por tomar la decisión de llamar a su puerta me consume con la brevedad de su respuesta.


—Adiós, Paula.