viernes, 3 de octubre de 2014
CAPITULO 18
PAULA
—Gracias por obligarme a ir —le dice Pedro a Gonzalo—. A pesar de haberme ganado otra herida en la mano y enterarme de que pensabas que era gay, la pasé muy bien.
Gonzalo se ríe y se gira para abrir nuestra puerta. —No es
exactamente mi culpa asumir que eras gay. Nunca hablas de chicas, y aparentemente has dejado el sexo fuera de tu agenda por seis años seguidos.
Gonzalo abre la puerta y entra hacia su habitación. Me paro en el marco de la puerta, enfrentando a Pedro.
Me está mirando directamente. Invadiéndome. —Ahora está en la agenda —dice con una sonrisa.
Ahora soy su agenda. No quiero ser una agenda. Quiero ser un plan.
Un mapa. Quiero estar en el mapa de su futuro.
Pero eso rompe la regla número dos.
Pedro regresa a su apartamento después de abrir la puerta, y asiente en dirección a su habitación.
—¿Después de que se vaya a dormir? —susurra.
Bien,Pedro. Puedes dejar de rogar. Seré tu agenda.
Asiento antes de cerrar la puerta.
Me baño, rasuro y lavo los dientes; y canto y me pongo sólo el maquillaje suficiente para que parezca que no me puse nada. Me arreglo el cabello para que parezca que no me lo arreglé. Y me pongo otra vez la misma ropa que tenía más temprano, así no parece que me cambié la ropa. Pero en realidad, me cambié el sostén y las bragas, porque no
combinaban, pero ahora lo hacen. Y luego entro en pánico porque Pedro verá mi sostén y mis bragas esta noche.
Y posiblemente los toque.
Si es parte de su agenda, tal vez incluso sea quien los quite.
Mi teléfono recibe un mensaje, y el sonido me sobresalta, porque un mensaje no está en mi agenda a las once de la noche. Es de un número desconocido. Y todo lo que dice es:
¿Ya está en su habitación?
Yo: ¿Cómo tienes mi número?
Pedro: Lo robé del teléfono de Gonzalo mientras conducíamos.
Hay una voz extraña en mi cabeza, cantando: “Na na na na boo boo. Robó mi número”.
Soy una gran niña.
Yo: No, está viendo televisión.
Pedro: Bueno, tengo algo que hacer. Regreso en veinte minutos. Dejaré el apartamento abierto en caso de que se vaya a la cama antes de que llegue.
¿Quién tiene cosas que hacer a las once de la noche?
Yo: Nos vemos.
Miro mi último mensaje y hago una mueca. Suena tan casual. Le estoy dando la impresión de que hago esto todo el tiempo. Probablemente piensa que todos los días me pasa algo como esto:
Chico al azar: Paula, ¿quieres tener sexo?
Yo: Seguro. Déjame terminar con estos dos chicos, e iré. Por cierto, no tengo reglas, así que todo como va.
Chico al azar: Asombroso.
Quince minutos pasan, y la televisión finalmente se apaga.
Tan pronto como la puerta de la habitación de Gonzalo se cierra, la mía se abre.
Estoy del otro lado de la sala, saliendo por la puerta delantera y luego tropezándome con Pedro, quién está parado en el pasillo.
—Buen cronómetro —dice.
Está cargando una bolsa. La mueve a su otra mano para que no la vea.
—Después de ti, Paula —dice abriendo su puerta.
No, Pedro. Te sigo. Es como funcionamos. Eres sólido, soy líquido. Tú arrastras el agua, yo soy tu ola.
—¿Sedienta? —Camina hacia la cocina, pero no estoy segura de sí puedo seguirlo esta vez. No sé cómo hacer esto, y tengo miedo de que notará que nunca he tenido una regla número uno, o dos, antes. Si el pasado y el futuro están fuera de los límites, eso sólo deja el presente, y no
tengo idea de qué hacer en el presente.
Camino hacia la cocina en el presente. —¿Qué tienes? —le pregunto.
La bolsa ahora está en el mostrador, y me ve mirándola, así que la hace a un lado, fuera de mi vista.
—Dime lo que quieres, y te diré si lo tengo —dice.
—Jugo de naranja.
Se ríe, y se estira hacia la bolsa. Saca un envase de jugo de naranja, y el simple hecho de que siquiera pensó en ello es una declaración de su generosidad. También es una declaración que no le toma mucho para lograr que me derrita. Debería decirle que mi única regla se acaba de
convertir en: “Deja de hacer cosas que me hagan querer romper tus reglas”.
Tomo el jugo de naranja con una sonrisa. —¿Qué más hay en la bolsa?
Se encoge de hombros. —Cosas.
Me mira abrir el jugo. Me mira mientras tomo un trago. Me mira poner la tapa de regreso. Me mira dejar el jugo en el mostrador de su cocina, pero no me mira tan cerca como para notar cuán rápido puedo lanzarme sobre la bolsa.
La agarro antes de que sus brazos se envuelvan alrededor de mi cintura.
Se está riendo. —Ponla de regreso, Paula.
La abro y miro en el interior.
Condones.
Me río y la lanzo de regreso en el mostrador. Cuando me giro, sus brazos no me dejan. —En serio quiero decir algo inapropiado o vergonzoso, pero no puedo pensar en nada. Sólo pretende que lo hice y ríete.
No se ríe, pero sus brazos siguen a mí alrededor —Eres tan rara — dice.
—No me importa.
Sonríe. —Todo esto es raro.
Me está diciendo cuán raro es, pero se siente malditamente bien para mí. No estoy segura si raro se siente bien o mal para él. —¿Raro es bueno o malo?
—Las dos cosas —dice—. Ninguna.
—Eres raro —le digo.
Se ríe. —No me importa.
Mueve sus manos arriba de mi espalda, hacia mis hombros, y lentamente se dirige abajo por mis brazos hasta que sus manos están tocando las mías.
Eso me recuerda…
Tiro de su mano entre nosotros. —¿Cómo está tu mano?
—Bien —dice.
—Probablemente debería revisarla mañana —digo.
—No estaré aquí mañana. Me voy en unas horas.
Dos pensamientos cruzan mi mente. Uno, estoy muy decepcionada de que se vaya esta noche. Dos, ¿por qué estoy aquí si se va esta noche?
—¿No deberías estar durmiendo?
Niega con la cabeza. —No puedo dormir ahora.
—Ni siquiera lo intentaste —digo—. No puedes volar un avión sin dormir, Pedro.
—El primer vuelo es corto. Además, soy copiloto. Dormiré en el avión.
Dormir no está en su agenda. Paula sí.
Paula tacha dormir en su agenda.
Me pregunto, ¿qué más tacha Paula?
—Entonces —susurro mientras dejo caer su mano. Hago una pausa porque no tengo nada que decir luego del Sol. Nada. Ni siquiera un la-sido.
Todo está tranquilo.
Se está poniendo raro.
—Entonces —dice. Sus dedos moviéndose entre los míos y
separándolos. A mis dedos le gustan sus dedos.
—¿Quieres saber cuánto tiempo ha pasado para mí, ya que sé un detalle tan íntimo sobre ti? —le pregunto.
No es justo, considerando que toda mi familia sabe cuánto tiempo ha pasado para él.
—No —dice simplemente—. Pero sí quiero besarte.
Mmm. No estoy segura de cómo tomar eso, pero no voy a analizar su no, cuando le sigue una declaración como esa.
—Pues bésame —digo.
Sus dedos dejan los míos y los mueve a los lados de mi cabeza. Me mantiene quieta. —Espero saborear un poco de jugo de naranja otra vez.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez.
Cuento las palabras en la última oración, luego busco en mi cabeza un lugar para almacenar esas diez palabras para siempre. Quiero esconderlas en un cajón en mi mente y etiquetarlo “Cosas para sacar y leer cuando su estúpida regla número dos se vuelva un presente triste y solitario”.
Pedro está en mi boca. Invadiéndome de nuevo. Cierro el cajón mental, salgo de mi cabeza y regreso a él.
Me invade, me invade, me invade.
Debo saborear jugo de naranja, porque ciertamente actúa como si lo disfrutara. También debo disfrutar probarlo, porque lo estoy atrayendo hacia mí, besándolo, haciendo lo mejor que puedo para infiltrarlo con nada más que Paula.
Se aleja para recuperar el aliento y habla—: Olvidé cuán bien se siente.
Me está comparando. No quiero que me compare con quien sea que alguna vez lo hizo sentir así de bien.
—¿Quieres saber algo? —dice.
Sí. Quiero saber todo, pero por alguna razón, elijo este momento para tener la revancha de esa palabra que me dijo.
—No. —Lo obligo a regresar a mi boca. No me besa de inmediato, porque no sabe qué pensar sobre lo que acaba de pasar. Sin embargo, su boca se pone al día bastante rápido. Creo que odió mi respuesta cortada tanto como yo odié la suya, y ahora está usando sus manos para tener su
venganza. No puedo decir dónde me está tocando, porque tan pronto como me toca en un lugar, sus manos se mueven a otro. Me está tocando en todos lados, en ningún lado, en absoluto, todo a la vez.
Mi parte favorita de besar a Pedro es el sonido. El sonido de sus labios cuando se cierran sobre los míos. El sonido de nuestras respiraciones siendo tragadas por el otro. Me encanta la forma en que gruñe cuando nuestros cuerpos se unen. Los chicos usualmente tienden a contener sus sonidos más que las chicas.
Pedro no. Pedro me quiere, y quiere que lo sepa, y eso me encanta.
Dios, me encanta eso.
—Paula —murmura contra mi boca—. Vamos a mi habitación.
Asiento, por lo que se aleja de mi boca. Se estira sobre la barra para agarrar la caja de condones. Comienza a caminar conmigo hacia su habitación, pero rápidamente camina de regreso a la cocina y agarra el jugo de naranja. Cuando sus hombros me pasan para liderar el camino a su habitación, me regala un guiño.
La manera en que ese pequeño guiño me hace sentir, me aterroriza sobre lo que sentiré cuando esté dentro de mí. No sé si pueda sobrevivir a eso.
Una vez que estamos en su habitación, comienzo a ponerme aprensiva. Más porque este es su lugar, y toda la situación es en sus términos, y me siento un poco en desventaja.
—¿Qué pasa? —pregunta. Se quita los zapatos. Camina hacia el baño, y apaga la luz, luego cierra la puerta.
—Sólo estoy un poco nerviosa —susurro. Permanezco de pie en medio de su habitación, sabiendo exactamente lo que está a punto de suceder. Usualmente, estas cosas no se discuten y preestablecen así. Son espontáneas y calientes, y ninguna parte sabe lo que pasa hasta que pasa.
Pero Pedro y yo, ambos sabemos lo que va a pasar.
Camina hacia la cama y se sienta en la orilla. —Ven aquí —dice.
Sonrío y camino unos metros hasta donde está sentado.
Acuna la parte de atrás de mis muslos, luego presiona sus labios en la camisa cubriendo mi estómago. Mis manos caen en sus hombros, y bajo la mirada hacia él. Me está mirando, y la calma en sus ojos es contagiosa.
—Podemos ir lento —dice—. No tiene que ser esta noche. Esa no fue una de las reglas.
Me río, pero también agito la cabeza. —No, está bien. Te vas en unas horas y no regresarás, por cuánto, ¿cinco días?
—Nueve esta vez —dice.
Odio ese número.
—No quiero hacerte esperar nueve días después de ilusionarte — digo.
Sus manos se deslizan arriba detrás de mis muslos y se pasean hasta la parte delantera de mis vaqueros. Abre el botón sin esfuerzo.
—Ser capaz de imaginar hacer esto contigo no es una forma de tortura para mí —dice mientras sus dedos tocan mi cierre. Comienza a bajarlo, mi corazón está golpeando contra mi pecho tan fuerte que se siente como si algo se estuviera construyendo. Tal vez mi corazón construye una escalera hasta el cielo, ya que sabe que explotará y morirá
en el segundo en que esos vaqueros se deslicen.
—Seguro que será una tortura para mí —susurro.
Mi cierre está abierto, y su mano se está deslizando dentro de mis vaqueros. Presiona su mano alrededor de mi cadera, luego comienza a bajarlos.
Cierro los ojos e intento no balancearme, pero su otra mano está levantando mi cabeza sólo lo suficiente para que sus labios se presionen en mi estómago. Es abrumador.
Ambas manos se deslizan en mis vaqueros ahora, alrededor de mi parte trasera. Baja mis vaqueros lentamente hasta que están en mis rodillas. Su lengua encuentra mi estómago, y mi mano se pierde en su cabello.
Cuando mis vaqueros ya se encuentran en mis tobillos, salgo de ambos: los vaqueros y mis zapatos al mismo tiempo. Sus manos se deslizan de regreso hacia arriba por mis muslos y hasta mi cintura. Me tira para que me siente a horcajadas. Ajusta mis piernas a cada lado de él,luego acuna mi trasero y me aprieta hasta que estoy a su altura.
Jadeo.
No sé por qué parece que soy la inexperta aquí. Ciertamente
esperaba que no tomara tanto el control, pero no discutiré.
Para nada.
Levanto mis brazos cuando intenta sacar mi camisa. La lanza en el suelo detrás de mí, y sus labios reconectan con los míos mientras sus manos trabajan con el gancho de mi sostén.
No es justo. Estoy a punto de ser dejada totalmente desnuda, y él no se ha quitado nada.
—Eres tan hermosa —susurra, alejándose para quitarme el sostén.
Sus dedos se deslizan debajo de las tiras, y comienza a deslizarlas por mis brazos. Estoy conteniendo el aliento, esperando a que lo quite. Quiero tanto su boca en mí que no puedo pensar correctamente cuando el sostén baja, revelando todo de mí, exhala—: Guau —dice con respiración
temblorosa.
Lanza el sostén en el piso y me mira de nuevo. Sonríe y brevemente presiona sus labios con los míos, besándolos suavemente. Cuando se aleja, lleva su mano a mi mejilla y me mira a los ojos. —¿Te diviertes?
Muerdo mi labio inferior para contenerme de sonreír tanto como quiero justo ahora. Se inclina hacia adelante y toma mi labio en su boca, apartándolo de mis dientes. Lo besa unos segundos, luego lo libera. —No muerdas tu sonrisa de nuevo —dice—. Me gusta verte sonreír.
Por supuesto, vuelvo a sonreír.
CAPITULO 17
PEDRO
Seis años antes…
La regla número uno sobre no besarnos cuando nuestros padres
estén en casa ha cambiado.
Ahora consiste en besarse, pero sólo cuando nos encontremos detrás
de una puerta con seguro.
La regla numero dos permanece igual, desafortunadamente.
Aún nada de sexo.
Y la regla número tres fue añadida hace poco: no andes a hurtadillas
en la noche. Lisa todavía revisa a Romina a mitad de la
noche en ocasiones, sólo porque Lisa es mamá de
una adolescente, y es lo correcto.
Sin embargo odio que lo haga.
Hemos logrado convivir un mes entero en la misma casa. No
hablamos del hecho de que únicamente quedan algo más de cinco
meses. No hablamos de lo que sucederá cuando mi
padre se case con su madre. No hablamos sobre el hecho de que al
suceder, estaremos conectados por mucho más tiempo que cinco
meses.
Vacaciones.
Visitas de fin de semana.
Reuniones.
Los dos tendremos que ir a cada acontecimiento,
pero asistiremos como familia.
No hablamos sobre eso, porque nos hace sentir sentir que lo que
hacemos es incorrecto.
Tampoco hablamos de ello porque es duro. Cuando pienso
en el día en que ella se mude a Michigan y yo me quede en San
Francisco, no consigo ver más allá de eso. No puedo ver nada donde
ella no sea mi todo.
—Regresaremos el domingo —dice él.
—Tendrás la casa para ti solo. Romina se quedará con una
amiga. Deberías invitar a Ian.
—Lo hice —miento.
Romina también mintió. Romina estará aquí todo el fin de semana.
No queremos darles ninguna razón para que sospechen de nosotros.
Ya es lo bastante difícil intentar ignorarla delante de ellos.
Es difícil fingir que no tengo nada en común con ella,
cuando quiero reír de todo lo que dice. Quiero
chocharle los cinco con todo lo que hace.
Quiero presumirle a mi padre
su inteligencia, sus buenas notas, su amabilidad,
Su rápido ingenio. Quiero decirle que tengo una novia realmente
maravillosa a la cual quiero que conozca, porque él
absolutamente la amaría.
Él la ama. Simplemente no de la forma en que desearía que lo haga.
Quiero que la ame por mí.
Les decimos adiós a nuestros padres.
Lisa le dice a Romina que se comporte, pero
Lisa no está verdaderamente preocupada. Hasta ahora por lo que
Lisa sabe, Romina es una chica buena.
Romina se comporta. Romina no rompe las reglas.
Excepto la regla número tres. Romina definitivamente rompe la
regla número tres este fin de semana.
Jugamos a la casita.
Fingimos que es nuestra. Pretendemos que es nuestra cocina, y ella
Cocina para mí.
Finjo que ella es mía, y la sigo mientras
cocina, abrazándola. Tocándola. Besando su cuello.
Alejándola de las tareas que procura completar de modo
que pueda sentirla contra mí. Le gusta, pero finge que no.
Cuando terminamos de comer, se sienta conmigo en el sofá.
Ponemos una película, pero no la vemos en absoluto.
No podemos parar de besarnos.
Nos besamos tanto que nuestros labios duelen. Nuestras manos
duelen. Nuestros
estómagos duelen, porque nuestros cuerpos quieren romper la regla
número dos tan, tan mal.
Será un largo fin de semana.
Decido que necesito una ducha, o comenzaré a rogar por una
enmienda a la regla número dos.
Tomo una ducha en su baño. Me gusta esta ducha. Me gusta
más de lo que me gustaba cuando era sólo mi ducha. Me gusta
ver sus cosas aquí. Me gustar mirar su afeitadora e imaginar cómo
luce cuando la usa. Me gusta mirar
sus botellas de champú y pensar en cómo su cabeza
se inclina hacia atrás debajo del torrente de agua al enjuagar
su cabello.
Adoro que mi ducha sea su ducha.
—¿Pedro? —dice. Está tocando, pero ya se encuentra dentro del
baño. El agua se siente caliente en mi piel, pero su voz sólo
la hace incluso más caliente. Abro la cortina de la ducha.
Tal vez la abro
demasiado porque quiero que quiera romper la regla número dos.
Inhala una respiración suave, pero sus ojos caen a donde deseo
que lo hagan.
—Romina —digo, sonriendo a la mirada avergonzada en su rostro.
Me mira a los ojos.
Quiere tomar una ducha conmigo. Sólo es demasiado tímida para
preguntar.
—Entra —digo.
Mi voz es ronca, como si hubiera gritado.
Mis voz se hallaba bien hacía cinco segundos.
Cierro la cortina de la ducha para ocultar lo que me hace pero
también para darle privacidad mientras se desviste. No la he visto
desnuda. He sentido lo que hay debajo.
Repentinamente estoy nervioso.
Apaga la luz.
—¿Está bien? —pregunta con timidez. Digo que sí, pero desearía
que fuera más confiada. Necesito hacer que tenga más confianza.
Abre la cortina de la ducha, y veo una de sus piernas
entrar primero. Trago cuando el resto de su cuerpo le sigue.
Afortunadamente, hay suficiente luz por el resplandor de la
noche como para iluminar un
ligero brillo sobre ella.
Puedo verla lo suficiente.
Puedo verla perfectamente.
Sus ojos se conectan con los míos nuevamente. Se aproxima.
Me pregunto si alguna vez ha compartido una ducha con alguien,
Pero no le pregunto.
Doy un paso hacia ella esta vez, porque
Parece asustada. No quiero que tenga miedo.
Yo tengo miedo.
Toco sus hombros y la guío de modo que está de pie
debajo del agua. No me presiono contra ella, aunque
necesito hacerlo. Mantengo la distancia entre nosotros.
Debo hacerlo.
Lo único que se conecta son nuestras bocas. La beso con suavidad,
apenas tocando sus labios, pero duele tanto. Duele peor
que cualquier otro beso que hemos compartido. Besos donde
nuestras bocas colisionan.
Donde nuestros dientes colisionan. Besos frenéticos que son tan
apresurados que son descuidados.
Besos que terminan conmigo mordiendo su labio o ella mordiendo
los míos.
Ninguno de esos besos dolió como este lo hace, no puedo decir
por qué duele tanto.
Tengo que retirarme. Decirle que me dé un minuto, y ella asiente,
entonces descansa su mejilla contra mi pecho. Me inclino hacia
atrás contra la pared
y la llevo conmigo mientras mantengo mis ojos cerrados fuertemente.
Las palabras intentan nuevamente romper la barrera
que he construido alrededor de ellas. Cada vez que estoy con ella,
pretenden salir,
pero trabajo y trabajo para cementar la pared
que las rodea. No necesita escucharlas.
No necesito decirlas.
Pero golpean las paredes. Siempre golpean tan fuerte
hasta que nuestros besos terminan de esta manera. Yo necesitando
un minuto y
ella dándomelo. Necesitan salir ahora más que nunca.
Necesitan aire. Exigen ser escuchadas.
Simplemente hay una cantidad de golpes que puedo tomar antes de
que las paredes colapsen.
Hay sólo una cantidad de veces que mis labios pueden tocar los
suyos sin
que las palabras se derramen sobre las paredes, rompan las grietas,
viajen por mi pecho hasta que sostengo su rostro, la miro a
los ojos, y les permito derribar las barreras que se elevan
entre nosotros y este inevitable corazón roto.
Las palabras salen de cualquier modo.
—No puedo ver nada —le digo.
Sé que no sabe de lo que hablo. No quiero
profundizar, pero las palabras vienen de cualquier modo. Han
tomado el control.
—¿Cuándo te mudes a Michigan y yo me quede en San Francisco?
No veo nada más allá de eso. Solía ver cualquier futuro que quisiera,
pero ahora no veo nada.
Beso la lágrima que corre por su mejilla.
—No puedo hacer esto —le digo—. Lo único que quiero es verte,
y si no puedo tener eso… nada más vale siquiera la pena.
Tú lo haces mejor, Romina. Todo. —La beso con fuerza en la
boca, y no duele en absoluto esta vez, ahora que las palabras
son libres—. Te amo —le digo, liberándome por completo.
La beso otra vez, sin apenas darle la oportunidad de responder.
No necesito escucharla decirme las palabras hasta que esté lista,
y no quiero escucharla decirme que la manera en me siento
está mal.
Sus manos están en mi espalda, tirándome más cerca. Sus piernas
están envueltas a mí alrededor como si estuviera tratando de
incrustarse
dentro de mí.
Ya lo ha hecho.
Es frenético otra vez. Dientes colisionando, labios mordisqueados,
apresurados, apurados,
gimiendo, tocando.
Gime, y puedo sentirla tratar de alejarse de mi
boca, pero mi mano se envuelve en su cabello, y cubro
su boca con desesperación, esperando que nunca se aleje por aire.
Me hace liberarla.
Bajo mi frente a la suya, jadeando en un esfuerzo por evitar
que mis emociones se desborden.
—Pedro —dice sin aliento—. Pedro, te amo. Tengo tanto miedo.
No quiero que terminemos.
Me amas, Romina.
Me retiro y la miro a los ojos.
Está llorando.
No quiero que tenga miedo. Le digo que estará bien. Le digo
que esperaremos hasta que nos graduemos, luego les contaremos.
Le digo que tendrán que estar bien con ello.
Una vez que dejemos la casa,
todo será diferente. Todo estará bien. Deberán entender.
Le digo que tengo esto.
Asiente con intensidad.
—Tenemos esto —responde, concordando conmigo.
Presiono mí frente a la suya. —Tenemos esto, Romina —le digo.
—No puedo renunciar a ti ahora. De ninguna manera.
Toma mi rostro entre sus palmas, y me besa.
Te enamoraste de mí, Romina.
Su beso remueve el peso de mi pecho tan pesado que siento
que floto. Me siento como si ella flotara conmigo.
La giro hasta que su espalada se encuentra contra la pared.
Llevo sus brazos arriba de su cabeza y enlazo mis dedos
con los suyos, presionando sus manos en la pared detrás suyo.
Nos miramos a los ojos… y destrozamos por completo
la regla número dos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)