lunes, 20 de octubre de 2014
CAPITULO 56
PAULA
Cierro la puerta de mi auto y camino a las escaleras que conducen al segundo piso de mi complejo de apartamentos.
Me siento aliviada de no tener que volver a usar el ascensor, pero eso no evita extrañar a Cap un poco, incluso si sus consejos no tuvieran un montón de sentido para mí la
mayor parte del tiempo. Fue agradable simplemente tenerlo ahí para entretenerme. Me he mantenido ocupada con el trabajo y la escuela, intentando mantenerme concentrada, pero ha sido duro.
He estado en mi nuevo apartamento por dos semanas, y aunque me gustaría estar sola, nunca lo estoy. Cada vez que entro por mi puerta, Pedro sigue estando en todas partes. Todavía está en todo, y sigo esperando hasta que no lo esté. Sigo esperando por el día en que duela menos.
Cuando no lo extrañe tanto.
Diría que mi corazón está roto, pero no lo está. No creo que lo esté.
En realidad, no lo sé, porque mi corazón no ha estado en mi pecho desde que lo dejé en frente de su apartamento el día en que le dije adiós.
Me digo que hay que vivir un día a la vez, pero es mucho más fácil decirlo que hacerlo. Sobre todo cuando los días se convierten en noches, y tengo que estar en mi cama sola, escuchando el silencio.
El silencio nunca fue tan fuerte hasta que le dije a Pedro adiós.
Ya estoy temiendo abrir la puerta de mi apartamento, y ni siquiera estoy a mitad de la escalera todavía. Ya puedo decir que esta noche no va a ser diferente de todas las otras noches desde Pedro. Llego a la cima de las escaleras y giro a la izquierda hacia mi apartamento, pero mis pies dejan
de funcionar.
Mis piernas dejan de funcionar.
Puedo sentir los latidos de un corazón en algún lugar de mi pecho de nuevo por primera vez en dos semanas.
—¿Pedro?
No se mueve. Está sentado en el suelo delante de mi apartamento, apoyado contra la puerta. Camino lentamente hacia él, sin saber qué hacer con su aparición. No está en su uniforme. Está vestido de manera informal, y la barba en su cara demuestra que no ha trabajado por unos pocos días. También hay lo que parece un hematoma reciente bajo su ojo derecho. Tengo miedo de despertarlo, porque si es tan beligerante como lo fue la primera vez que lo conocí, no quiero tratar con él. Pero una vez más, no hay forma de que pueda conseguir pasar a su alrededor y al interior de mi apartamento sin despertarlo.
Levanto la mirada e inhalo una respiración profunda, sin saber qué hacer. Me temo que si lo despierto, voy a ceder.
Lo dejaré entrar, y le voy a dar eso por lo que está aquí, que definitivamente no es la parte de mí que quiero darle.
—Paula—dice. Lo miro, y está despierto, se empuja hacia arriba, mirándome nerviosamente. Doy un paso atrás una vez que está de pie, porque he olvidado lo alto que es. Lo mucho que él se convierte en mi todo cuando está en frente de mí.
—¿Cuánto tiempo has estado aquí? —pregunto.
Mira el teléfono celular en su mano. —Seis horas. —Me mira—. Tengo que usar el baño bastante urgente.
Me dan ganas de reír, pero no puedo recordar cómo.
Me dirijo a mi puerta, y sale del camino para que abra.
Mi mano temblorosa empuja la puerta de mi apartamento abierta, y camino adentro, luego señalo el pasillo. —A la derecha.
No lo miro mientras camina en esa dirección. Espero hasta que se cierra la puerta del baño, y caigo en el sofá y entierro mi cara entre mis manos.
Odio que esté aquí. Odio que lo dejara entrar sin dudas. Odio que en cuanto salga del baño, voy a tener que hacer que se vaya. Pero no puedo hacerme esto a mí misma nunca más.
Todavía estoy tratando de recomponerme cuando la puerta del baño se abre y vuelve a entrar en la sala de estar.
Levanto la vista y no puedo mirar a otro lado.
Algo es diferente.
Él es diferente.
La sonrisa en su rostro… la tranquilidad de sus ojos... la forma en que se comporta como si estuviera flotando.
Sólo han pasado dos semanas, pero se ve tan diferente.
Se sienta en el sofá y ni siquiera se molesta en poner espacio entre nosotros. Se sienta a mi lado y se inclina hacia mí, así que cierro los ojos y espero a cualquier palabra que esté a punto de decir que me vaya a lastimar de nuevo. Eso es todo lo que él sabe hacer.
—Paula —susurra. —Te echo de menos.
Guau.
Absolutamente no esperaba oír esas cuatro palabras, pero
simplemente se convirtieron en mis nuevas palabras favoritas.
Te, echo, de y menos.
—Dilo de nuevo, Pedro.
—Te echo de menos, Paula —dice inmediatamente—. Tanto. Y no es la primera vez. Te he echado de menos todos los días que no hemos estado juntos desde el momento en que te conocí.
Envuelve su brazo alrededor de mis hombros y tira de mí hacia él.
Voy.
Caigo en su pecho y agarro su camisa, apretando los ojos cerrados cuando siento sus labios presionar contra mi coronilla.
—Mírame —dice en voz baja, tirando de mí en su regazo para enfrentarlo.
Lo hago. Lo miro. De hecho, realmente lo veo ahora. No hay guardia.
No hay pared invisible que me bloquee de aprender y explorar todo lo relacionado con él. Está permitiendo que lo vea esta vez, y es hermoso.
Mucho más hermoso que antes. Lo que sea que ha cambiado, era enorme.
—Quiero decirte algo —dice—. Esto es tan difícil para mí de decir, porque eres la primera persona a la que siempre he querido decírselo.
Tengo miedo de moverme. Sus palabras son aterradoras, pero asiento.
—Tenía un hijo —dice en voz baja, mirando a nuestras manos entrelazadas. Esas tres palabras tienen más dolor que cualquieras otras tres palabras que he escuchado en mi vida.
Inhalo. Me mira con lágrimas en los ojos, pero me quedo en silencio, a pesar de que sus palabras apenas me quitaron el aliento.
—Murió hace seis años. —Su voz es suave y distante, pero sigue siendo su voz.
Puedo notar que decir que esas palabras son de las más difíciles que ha tenido que decir. Le duele tanto admitir esto.
Quiero decirle que pare.
Quiero decirle que no necesito escucharlo si le duele.
Quiero envolver mis brazos a su alrededor y arrancar la tristeza de su alma con mis propias manos, pero en cambio, le dejo terminar.
Pedro vuelve a mirar nuestros dedos entrelazados. —No estoy listo a hablarte acerca de él todavía. Tengo que hacerlo a mi propio ritmo.
Asiento y aprieto sus manos tranquilizadoramente.
—Sin embargo, voy a contarte sobre él. Lo prometo. También quiero contarte acerca de Romina. Quiero que lo sepas todo acerca de mi pasado.
Ni siquiera sé si ha acabado, pero me inclino hacia delante y
presiono mis labios a los suyos. Me tira en su contra con tanta fuerza y empuja hacia atrás contra mi boca con tanta fuerza que es como si me dijera que lo siente sin usar palabras.
—Paula —susurra contra mi boca. Puedo sentirlo sonriendo—. Aún no he terminado.
Me levanta y me ajusta a su lado en el sofá. Su pulgar dibuja círculos en mi hombro mientras mira su regazo, formando cualquier palabra que necesita decirme.
—Nací y crecí en un pequeño suburbio en las afueras de San Francisco —dice, moviendo sus ojos de nuevo hasta encontrarse con los míos—. Soy hijo único. Realmente no tengo ninguna comida favorita, porque me gusta casi todo. Quise ser un piloto desde que puedo recordar.
Mi madre murió de cáncer cuando tenía diecisiete años. Mi padre ha estado casado desde hace un año con una mujer que trabaja para él. Es bonita, y son felices juntos. Siempre como que he querido un perro, pero nunca he tenido uno...
Lo observo, hipnotizada. Observo sus ojos que deambulan por mi cara mientras habla. Mientras me dice todo sobre su infancia y su pasado y cómo conoció a mi hermano y su relación con Ian.
Su mano se encuentra la mía, y la cubre como si se estuviera convirtiendo en mi escudo. Mi armadura. —La noche que te conocí —dice finalmente—. ¿La noche que me encontraste en el pasillo? —Sus ojos se mueven hacia su regazo, incapaz de mantener contacto con los míos—. Mi
hijo habría cumplido seis ese día.
Sé que dijo que quiere que lo escuche, pero en este momento, sólo necesito abrazarlo. Me inclino hacia delante y envuelvo mis brazos a su alrededor, y se acuesta en el sofá, tirando de mí arriba suyo.
—Me tomó todo lo que tenía para tratar de convencerme de que no me estaba enamorando de ti, Paula. Cada vez que estaba cerca de ti las cosas que yo sentía me aterrorizaban. Pasé seis años pensando que tenía control de mi vida y mi corazón y que nada me podría lastimar de nuevo.
Pero cuando estábamos juntos, había momentos en que no me importaba si me hacía daño de nuevo, porque estar contigo casi se sentía como si valiera la pena cualquier dolor. Cada vez que me empezaba a sentir de esa manera, te empujaba más lejos por culpa y miedo. Me sentía como si no te mereciera. No merecía la felicidad en absoluto, porque se la había quitado a las dos únicas personas que jamás había amado.
Sus brazos se aprietan a mí alrededor cuando siente mis hombros temblando por las lágrimas encontrando su camino desde mis ojos. Sus labios encuentran mi coronilla e inhala una respiración constante mientras me besa, largo y duro.
—Lo siento por haberme tomado tanto tiempo —dice con una voz llena de remordimiento—. Pero nunca podré agradecerte lo suficiente por no darte por vencida conmigo. Viste algo en mí que te dio esperanza en nosotros, y a no renunciar a eso. ¿Y Paula? Eso significa más para mí que
cualquier otra cosa que alguien haya hecho.
Sus manos encuentran mis mejillas, y me levanta de su pecho para que pueda verme cara a cara. —Puede ser una pequeña pieza a la vez, pero mi pasado es tuyo ahora. Todo. Cualquier cosa que quieras saber, quiero decírtela. Pero sólo si me prometes también puedo tener tu futuro.
Las lágrimas caen en cascada por mis mejillas y las seca, a pesar de que no necesito que lo haga. No me importa que yo esté llorando, porque no son lágrimas de tristeza. En lo más mínimo.
Nos besamos durante tanto tiempo que mi boca comienza a doler tanto como mi corazón. Sin embargo, mi corazón no duele de dolor esta vez. Duele porque nunca se ha sentido así de lleno.
Trazo mis dedos por la cicatriz en su mandíbula, a sabiendas de que con el tiempo me dirá cómo la consiguió. También toco el área sensible al tacto debajo de sus ojos, aliviada de que por fin lo puedo hacer preguntas sin estar asustada de que se va a enojar.
—¿Qué te pasó en el ojo?
Se ríe y deja caer la cabeza contra el sofá. —Tuve que preguntarle a Gonzalo tu dirección. Me la dio, pero tomó mucho convencerlo.
Inmediatamente me inclino hacia delante y suavemente beso su ojo.
—No puedo creer que te golpeó.
—No es la primera vez —admite—. Pero estoy bastante seguro de que va a ser la última. Creo que por fin está bien con nosotros estando juntos después de que acepté algunas de sus normas.
Esto me pone nerviosa. —¿Qué normas?
—Bueno, en primer lugar, no estoy autorizado a romper tu corazón —dice—. En segundo lugar, tampoco estoy autorizado a romper tu maldito corazón. Y por último, no estoy autorizado a jodidamente romper tu maldito corazón.
No puedo contener mi risa, porque eso suena exactamente como algo que Gonzalo diría. Pedro se ríe conmigo, y nos miramos el uno al otro por varios momentos de tranquilidad.
Puedo ver todo en sus ojos ahora. Cada emoción.
—Pedro —digo con una sonrisa—, me miras como si hubieses caído rendido ante mí.
Sacude la cabeza. —No caí rendido ante ti, Paula. Volé.
Tira de mí hacia él y me da la única parte de sí mismo que nunca ha sido capaz de darme hasta ahora.
Su corazón.
CAPITULO 55
ROMINA
—¡Nicolas! —grito—. ¡Alguien está en la puerta! —Tomo un paño de cocina y seco mis manos.
—¡Ya voy! —dice él, pasando por la cocina. Hago un rápido
inventario de la cocina para asegurarme de que no hay nada que mi madre pueda criticar. Los mostradores están limpios. Los pisos relucientes.
Ven, mamá.
—Espera aquí —dice Nicolas a quien sea que esté en la puerta.
¿Espera aquí?
Nicolas no le diría eso a mi madre.
—Romina—dice Nicolas desde la entrada de la cocina. Me giro para encararlo, e inmediatamente me tenso. La mirada en su rostro es una que rara vez logro ver. Está reservada para prepararme. Como cuando va a decirme algo que no quiero escuchar o algo que teme pueda lastimarme.
Mis pensamientos inmediatamente caen en mi madre, y me carcome la preocupación.
—Nicolas —susurro—. ¿Qué pasa? —Estoy agarrándome del mostrador a mi lado. Un familiar miedo que solía vivir y respirar dentro de mí me recorre, pero ahora es algo que me controla en pocas ocasiones.
Como ahora, cuando mi esposo teme decirme algo que no está seguro que quiera escuchar. —Alguien vino a verte —dice.
No conozco a nadie que pueda poner a Nicolas tan preocupado como lo está ahora. —¿Quién?
Camina lentamente hacia mí y acuna mi rostro en sus manos cuando llega a mi lado. Mira dentro de mis ojos como si tratara de prepararme para una caída. —Es Pedro.
No me muevo.
No caigo, pero Nicolas me sostiene de todas maneras.
Envuelve sus brazos alrededor de mí y me acerca a su pecho.
—¿Por qué está aquí? —Mi voz tiembla.
Nicolas sacude la cabeza. —No lo sé. —Se aleja y baja la mirada hacia mí—. Puedo pedirle que se marche si eso quieres.
Inmediatamente niego con mi cabeza. No podría hacerle eso. No si viajó todo ese camino hasta Phoenix.
No después de casi siete años.
—¿Necesitas un par de minutos? Puedo llevarlo a la sala.
No merezco a este hombre. No sé qué haría sin él. Conoce mi historia con Pedro. Sabe todo lo que pasamos. Me tomó un tiempo ser capaz de contarle la historia completa. La conoce toda, y aun está aquí, ofreciéndome invitar a nuestra casa al otro único hombre que he amado.
—Estoy bien —le digo, aunque no lo estoy. No sé si quiero ver a Pedro. No tengo idea de porque está aquí—. ¿Tú estás bien?
Asiente. —Parece alterado. Creo que deberías hablar con él —Se inclina y me besa en la frente—. Está en el vestíbulo. Estaré en mi oficina si me necesitas.
Asiento, y luego lo beso. Lo beso con fuerza.
Se marcha y me quedo allí de pie, en silencio, mi corazón latiendo erráticamente dentro de mi pecho. Respiro profundo, pero eso no hace nada para calmarme. Paso las manos por mi camisa y camino hacia el vestíbulo.
La espalda de Pedro está hacia mí, pero me escucha cuando doblo la esquina. Gira un poco la cabeza por encima de su hombro, como si tuviera miedo de volverse por completo y mirarme como yo lo estoy viendo.
Se gira con cuidado. Lentamente. De pronto, mis ojos se encuentran con los suyos.
Sé que han pasado seis años, pero en esos seis años, de alguna manera cambió por completo, pero sin cambiar del todo. Aún sigue siendo Pedro, pero ahora es un hombre. Me hace preguntarme que es lo que él está viendo en mí, mirándome por primera vez desde el día que lo dejé.
—Hola —dice, acercándose con precaución. Su voz es diferente. Ya no es la voz de un adolescente.
—Hola.
Pierdo el contacto visual cuando sus ojos viajan alrededor del vestíbulo. Analiza mi casa. Una casa en donde nunca esperé verlo a él.
Ambos nos quedamos en silencio por un minuto. Quizás dos.
—Romina, yo… —Me mira de nuevo—, no sé porque estoy aquí.
Yo sí.
Puedo verlo en sus ojos. Llegué a conocer esos ojos tan bien cuando estábamos juntos. Conocía todos sus pensamientos. Todas sus emociones.
No era capaz de ocultar lo que sentía, porque podía sentir tanto. Siempre ha sentido demasiado.
Esta aquí porque necesita algo. No sé qué. ¿Quizás respuestas? ¿Un cierre? Me alegra que esperara hasta ahora para quererlo hacer, porque creo que finalmente estoy lista.
—Es bueno verte —digo.
Nuestras voces son débiles y tímidas. Es raro ver a alguien por primera vez bajo diferentes circunstancias desde que nos separamos.
Amé a este hombre. Lo amé con todo mi corazón y alma. Lo amé como amo a Nicolas.
También lo odié.
—Vamos —digo, señalando hacia la sala—. Hablemos.
Da dos pasos vacilantes hacia la sala. Me giro y le permito seguirme.
Ambos nos sentamos en el sofá. No se acomoda. En su lugar, se siente en el borde del sofá y se inclina hacia adelante, descansando los codos en sus rodillas. Mira alrededor, escaneando mi casa una vez más. Mi vida.
—Eres muy valiente —digo. Me mira, esperando a que continúe—. He pensado en esto, Pedro. En verte otra vez. Yo sólo… —Bajo la mirada—, simplemente no podía.
—¿Por qué no? —dice casi inmediatamente.
Hago contacto visual con él nuevamente. —Por la misma razón por la cual tu tampoco podías. No sabíamos qué decir.
Él sonríe, pero no es la sonrisa que solía amar de Pedro.
Esta es reservada, y me pregunto si yo soy la causante. Si yo soy la responsable de toda la tristeza en él. Hay tanta tristeza en él ahora.
Toma una foto de Nicolas y mía de la mesa. Sus ojos estudian la imagen en sus manos por un momento. —¿Lo amas? —pregunta, sin dejar de mirar la fotografía—. ¿Como me amaste? —No lo pregunta de una manera amarga o celosa. Lo pregunta de una manera curiosa.
—Sí —contesto—. Así de mucho.
Coloca la foto de regreso en la mesa, pero sigue mirándola.
—¿Cómo? —susurra—. ¿Cómo lo hiciste?
Sus palabras traen lágrimas a mis ojos, porque sé exactamente lo que pregunta. Me hice esa pregunta a mí misma durante varios años,hasta que conocí a Nicolas. No creía ser siquiera capaz de volver a amar de nuevo. No creía querer volver a amar a alguien otra vez. ¿Por qué alguien
querría ponerse a sí mismo en una posición que traería de regreso el tipo de dolor que hace que una persona decida envidiar estar muerta?
—Quiero mostrarte algo,Pedro.
Me levanto y extiendo la mano, buscando la suya. Él observa mi mano con cautela por un momento antes de tomarla. Sus dedos se deslizan entre los míos, y me da un apretón mientras se pone de pie.
Comienzo a hacer mi camino hacia el dormitorio, con él siguiéndome de cerca.
Llegamos a la puerta de la habitación, y mis dedos hacen una pausa en la perilla. Mi corazón se siente pesado. Las emociones y todo por lo que hemos pasado están surgiendo, pero sé que tengo que permitir que salgan
a la superficie si quiero ayudarlo. Abro la puerta y entro, tirando de Pedro conmigo.
Tan pronto como estamos dentro de la habitación, siento sus dedos apretándose alrededor de los míos. —Romina —susurra. Su voz es un ruego para que detenga esto. Lo siento intentando retroceder por la puerta, pero no se lo permito. Lo obligo a acercarse a la cuna conmigo.
Está de pie a mi lado, pero puedo sentir su lucha interna porque no quiere estar aquí ahora.
Aprieta mi mano con tanta fuerza que puedo sentir el dolor en su corazón. Exhala una rápida respiración mientras baja la mirada hacia ella.
Veo el nudo en su garganta bajar cuando traga, luego toma otra pesada bocanada de aire.
Lo observo mientras su mano libre se acerca y agarra el borde de su cuna, aferrándose a ella con tanta fuerza como la mano que se envuelve alrededor de la mía. —¿Cómo se llama? —susurra.
—Milagros.
Todo su cuerpo reacciona con mi respuesta. Sus hombros
inmediatamente comienzan a temblar, e intenta controlar su respiración, pero nada puede detenerlo. Nada puede detener lo que está sintiendo, así que sólo permito que lo sienta. Retira su mano de la mía y cubre su boca para ocultar las rápidas inhalaciones que entran en sus pulmones. Se da la vuelta y sale apresuradamente de la habitación. Lo sigo con la misma rapidez, a tiempo para ver su espalda golpear la pared del pasillo justo frente al dormitorio. Se desliza hasta el suelo, y las lágrimas empiezan a caer con fuerza.
No intenta cubrirlas. Pasa las manos a través de su cabello, y apoya su cabeza contra la pared y levanta la mirada hacia mí. —Esa… —Señala hacia la cuna de Milagros e intenta hablar, pero le toma varios intentos conseguir terminar la oración—, esa es su hermana —dice finalmente, dejando escapar una respiración inestable—. Romi. Le diste una
hermana.
Me siento en el suelo a su lado y envuelvo un brazo alrededor de sus hombros, acariciado su cabello con la otra mano. Presiona las palmas contra su frente y aprieta los ojos con fuerza, llorando en silencio.
—Pedro —Ni siquiera intento disimular las lágrimas en mi voz—, mírame.
Apoya la cabeza contra la pared; no me mira a los ojos. —Lo siento, te culpé. Tú también lo perdiste. No supe cómo lidiar con eso en el pasado.
Mis palabras lo rompen por completo, y soy consumida por la culpa, por permitir que seis años pasaran sin decirle esas palabras. Se inclina y envuelve sus brazos apretadamente a mí alrededor, jalándome contra él.
Le permito abrazarme.
Le permito sostenerme por un largo tiempo, hasta que todas las disculpas y el alivio son absorbidos y solo somos nosotros otra vez. Sin lágrimas.
Estaría mintiendo si dijera que nunca pensé en lo que le hice. Pienso en ello todos los días. Pero tenía dieciocho y estaba devastada, y nada me importó después de esa noche.
Nada. Sólo quería olvidar, pero cada mañana que me despertaba y no tenía a Clayton a mi lado, culpé a Pedro. Lo culpé por salvarme, por no tener una razón para vivir.
También sabía en mi corazón que Pedro hizo lo que
pudo. Sabía en mi corazón que nunca fue su culpa, pero en ese punto de mi vida, no era capaz de pensar de forma racional o siquiera perdonar. En ese punto de mi vida, estaba convencida de que no sería capaz de hacer
nada más que sentir dolor.
Esos sentimientos no se desvanecieron durante más de tres años.
Hasta el día que conocí a Nicolas.
No sé a quién tiene Pedro, pero la familiar lucha en sus ojos prueba que hay alguien. Solía ver esa misma lucha cada vez que me veía en el espejo, sin saber si podría amar de nuevo.
—¿La amas? —le pregunto. No necesito saber su nombre.
Estábamos más allá de eso ahora. Sé que él no está aquí porque aún me ame. Esta aquí porque no sabe amar con todo lo que tiene.
Suspira y descansa la barbilla sobre mi coronilla. —Tengo miedo de no ser capaz de hacerlo.
Pedro besa mi cabeza, y cierro mis ojos. Escucho el latido de su corazón dentro de su pecho. Un corazón que asegura no ser capaz de saber cómo amar, pero en realidad, es un corazón que ama demasiado. Él amó tanto, y esa única noche todo nos fue arrebatado. Cambió nuestros mundos.
Cambió su corazón.
—Solía llorar todo el tiempo —digo—. Todo el tiempo. En la ducha. En el auto. En mi cama. Cada vez que estaba sola lloraba. Durante los dos primeros años, mi vida era una constante tristeza, sin nada más. Ni siquiera con buenos momentos.
Siento sus brazos apretar su agarre alrededor de mí, silenciosamente diciéndome que lo sabe. Él sabe exactamente solo lo que hablo.
—Luego, cuando conocí a Nicolas, comencé a tener breves momentos en los que mi vida no era una completa tristeza en cada segundo del día.
Pude ir a algún lugar con él en un auto, y noté que era la primera vez que estaba en un auto sin echarme a llorar. Las noches que pasábamos juntos eran las únicas noches en las que no lloraba hasta quedarme dormida. Por primera vez, esa impenetrable tristeza en la que me había convertido
estaba siendo desmoronada por los breves y buenos momentos que pasaba con Nicolas.
Hago una pausa, necesitando un momento. No he tenido que pensar en esto por un largo tiempo, las emociones y sentimientos están demasiados frescos. Demasiado reales.
Me alejo de Pedro y me apoyo contra la pared, luego descanso la cabeza en su hombro. Él inclina su cabeza hasta recargarla con la mía y toma mi mano, entrelazando nuestros dedos.
—Después de un tiempo, comencé a notar que esos buenos
momentos con Nicolas comenzaron a dominar más que toda la tristeza. La tristeza en mi vida se convirtió en buenos momentos, y mi felicidad con Nicolas se convirtió en mi vida.
Lo siento exhalar, y sé que sabe sobre lo que estoy hablando. Sé que lo que sea que ella signifique, él tiene esos buenos momentos a su lado.
—Durante los nueve meses que estuve embarazada de Milagros, estuve asustada de no poder ser capaz de llorar de felicidad cuando la viera.
Justo después de que naciera, me la entregaron, justo como lo hicieron cuando nació Clayton. Milagros se parecía a él, Pedro. Era como él. La miré fijamente, sosteniéndola en mis brazos, y las lágrimas corrían por mis mejillas. Pero era lágrimas buenas, y comprendí en ese momento que eran
las primeras lágrimas de felicidad que lloraba desde el día que sostuve a Clayton en mis brazos.
Me seco los ojos y dejo ir su mano, luego levanto mi cabeza de su hombro. —También te mereces eso—digo—. Mereces sentir eso nuevamente.
Asiente. —Quiero amarla tanto, Romina —dice, respirando las palabras como si las hubiera retenido por una eternidad—. Quiero tener eso con ella. Pero me asusta que la tristeza nunca desaparezca.
—El dolor no se irá jamás, Pedro. Nunca. Pero si te permites amarla, solo lo sentirás algunas veces, en lugar de permitirle que te consuma toda tu vida.
Envuelve su brazo alrededor del mío y tira de mi frente contra sus labios. Me besa, largo y fuerte, antes de apartarse. Asiente, haciéndome saber que entiende lo que trato de explicarle.
—Lo superarás, Pedro —digo, repitiendo las mismas palabras que él usó para reconfortarme—. Vas a superarlo.
Se ríe, y puedo sentir algo de su pesadez desvanecerse.
—¿Sabes que es lo que más temía de esta noche? —pregunta—. Tenía miedo de que cuando llegara aquí, estuvieras igual que yo —Se echa el pelo hacia atrás y sonríe—. Me alegra que no sea así. Me hace sentir bien verte feliz.
Tira de mí hacia él y me abraza con fuerza. —Gracias, Romina — susurra. Me besa suavemente en la mejilla antes de liberarme y ponerse de pie—. Probablemente debería irme ahora. Tengo un millón de cosas que decirle.
Camina por el pasillo hacia la sala, luego se vuelve hacia mí por última vez. Ya no veo todas esas partes tristes en él.
Ahora solo veo paz cuando me encuentro con sus ojos.
—¿Romina? —Hace una pausa, observándome silenciosamente por un momento. Una pacífica sonrisa se forma lentamente en su rostro—. Estoy tan orgulloso de ti.
Desaparece en el pasillo, y me quedo en el suelo hasta que escucho la puerta principal cerrarse detrás de él.
Yo también estoy muy orgullosa de ti, Pedro.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)