viernes, 17 de octubre de 2014

CAPITULO 49




PAULA




Estoy tratando de escuchar a Gonzalo seguir en su conversación con mamá, pero todo en lo que puedo pensar es en el hecho de que Pedro debe estar por llegar a casa en cualquier momento. Han sido diez días desde que estuvo en casa, y ese es el tiempo más largo que hemos pasado sin
vernos desde las semanas que pasamos sin hablar.


—¿Aun no le has dicho a Pedro? —pregunta Gonzalo.


—¿Decirle qué?


Gonzalo me enfrenta. —Que te mudas. —Señala la agarradera en el mostrador a mi lado.


Le arrojo la agarradera y niego. —No he hablado con él desde la semana pasada. Probablemente le diré esta noche.


Honestamente, he querido contarle que encontré mi propio
departamento toda la semana, pero eso involucraría o llamarlo o escribirle un mensaje de texto, dos cosas que no hacemos. Las únicas veces que nos mandamos mensajes son cuando estamos en casa. Creo que hacemos esto porque nos ayuda a mantener nuestras fronteras.


De todos modos, no es como si la mudanza sea una gran cosa. Solo me mudo a unas pocas cuadras. Encontré un apartamento que está más cerca, tanto del trabajo como de la escuela. Definitivamente no a gran altura, pero me encanta.


Me pregunto, sin embargo, cómo afectará a las cosas entre Pedro y yo. Creo que esa es una de las razones por las que no he mencionado que siquiera estaba buscando mi propio lugar. Hay un miedo en la parte trasera de mi mente que no estar justo al cruzar el pasillo de él se convertirá también en un inconveniente, y simplemente suspenderá lo que sea que pasa entre nosotros.


Gonzalo y yo levantamos la vista tan pronto como la puerta del departamento se abre y hay un rápido golpeteo en ella. 


Miro a Gonzalo, y rueda los ojos.


Aún se está adaptando.


Pedro entra a la cocina, y veo la sonrisa que quiere expandirse en su rostro cuando me ve, pero la mantiene bajo control cuando ve a Gonzalo.


—¿Qué cocinas? —le pregunta Pedro. Se inclina contra la muralla y cruza los brazos en su pecho, pero sus ojos se desplazan por mis piernas.


Se detienen cuando ve que llevo una falda, y luego sonríe en mi dirección.


Por suerte, Gonzalo todavía está de frente a la estufa.


—La cena —dice Gonzalo con una voz entrecortada.


Le toma un tiempo adaptarse.


Pedro me mira de nuevo y se queda en silencio por unos segundos.


—Hola, Paula —dice.


Sonrío. —Hola.


—¿Cómo estuvieron los parciales? —Sus ojos se encuentran en mí, en todas partes, excepto mi cara.


—Bien —digo.


Modula, Te ves bonita.


Sonrío y deseo más que nada que Gonzalo no estuviera de pie aquí en este momento, porque toma todo en mí no lanzar los brazos alrededor de Pedro y besarlo con locura.


Gonzalo sabe por qué Pedro se encuentra aquí. Pedro y yo intentamos respetar el hecho de que Gonzalo aún no le guste lo que sucede entre nosotros, así que lo mantenemos a puertas cerradas.


Pedro está masticando el interior de su mejilla, jugueteando con la manga de su camisa, observándome. La cocina está tranquila, y Gonzalo todavía no se ha dado la vuelta para reconocerlo. Pareciera que Pedro está a punto de reventar las costuras.


—A la mierda —dice, deslizándose a través de la cocina hacia mí.


Toma mi rostro en sus manos y me besa, duro, frente a Gonzalo.


Está besándome.


En frente de Gonzalo.


No analices esto, Paula.


Tira de sus manos, arrastrándome fuera de la cocina. Por lo que sé, Gonzalo aún sigue de frente a la estufa, intentando ignorarnos lo mejor que puede.


Todavía adaptándose.


Llegamos a la sala de estar, y Pedro separa la boca de la mía. —No he sido capaz de pensar en nada más hoy —dice—. En lo absoluto.


—Yo tampoco.


Me tira de la mano hacia la puerta principal. Lo sigo. La abre, camina hacia su apartamento, y saca las llaves de su bolsillo. Su equipaje todavía sigue afuera del pasillo.


—¿Por qué tu equipaje está aquí afuera?


Pedro abre la puerta de su apartamento. —Todavía no he estado en casa —dice. Se gira y agarra sus cosas del pasillo, luego sostiene la puerta abierta para mí.


—¿Viniste primero a mi departamento?


Asiente, luego deja caer la bolsa de lona en el sofá y empuja su maleta contra la pared. —Sip —dice. Agarra mi mano y me jala hacia él—. Te lo dije, Paula. No he pensado en nada más. —Sonríe y baja la cabeza para besarme.


Me río. —Au, me extrañaste —digo en broma.


Se aleja. Pensarías que le dije que lo amo con la forma en que su cuerpo se tensó.


—Relájate —digo—. Tienes permitido extrañarme, Pedro. No rompe las reglas.


Retrocede unos pasos. —¿Tienes sed? —pregunta, cambiando de tema como siempre lo hace. Se da la vuelta y se dirige hacia la cocina, pero todo en él acaba de cambiar. 


Su comportamiento, su sonrisa, su entusiasmo por finalmente verme después de diez días.


Me quedo de pie en la sala de estar y observo todo desmoronarse.


Soy golpeada por una comprobación de la realidad, pero se siente más como un meteorito.


Este hombre ni siquiera puede admitir que me extraña.


He guardado la esperanza de que si voy lo suficientemente lento con él, eventualmente atravesará lo que sea que lo detiene. En los completos meses pasados, he estado bajo el supuesto de que tal vez él simplemente no puede manejar las cosas como se han desarrollado entre nosotros y necesita tiempo, pero es claro ahora. No es él.


Soy yo.


Soy la que no puede manejar esto entre nosotros.


—¿Estás bien? —dice Pedro desde la cocina. Sale de detrás de la vista obstruida por los armarios, de modo que puede verme. Espera mi respuesta, pero no puedo.


—¿Me extrañaste, Pedro?


Y la armadura se alza de nuevo, protegiéndolo. Aparta la mirada y vuelve a entrar en la cocina. —No decimos cosas como esa, Paula —dice. La dureza está de vuelta en su voz.


¿Habla en serio?


—¿No? —Doy unos pocos pasos a la cocina—.Pedro. Es una frase común. No significa compromiso. Ni siquiera significa amor. Los amigos se lo dicen a los amigos.


Se inclina contra la barra de la cocina y calmadamente me mira. — Pero, nunca fuimos amigos. Y no quiero romper tu única regla por darte falsas esperanzas, así que no voy a decirlo.


No puedo explicar lo que me sucede, porque no lo sé. Pero es como si cada cosa que jamás ha dicho y hecho que me daña, me atraviesa toda a la vez. Quiero gritarle. Quiero odiarlo. Quiero saber lo que demonios le sucedió que lo hizo capaz de decir cosas que pueden herirme más de lo que cualquier otra palabra jamás ha estado cerca de hacerlo.


Estoy cansada de pedalear en el agua.


Estoy cansada de fingir que no me mata querer conocer todo sobre él.


Estoy cansada de fingir que él no está en todas partes. En todo.


Mi única cosa.


—¿Qué es lo que ella te hizo? —susurro.


—No —dice. La palabra es una advertencia. Una amenaza.


Estoy tan cansada de ver el dolor en sus ojos y no saber la razón de él. Estoy cansada de no saber qué palabras están fuera de los límites con él.


—Dime.


Aparta la mirada. —Ve a casa,Paula. —Se da la vuelta y agarra el borde del mostrador, dejando caer la cabeza entre sus hombros.


—Jódete. —Me doy la vuelta y salgo de la cocina. Cuando llego a la sala de estar, lo escucho venir detrás de mí, así que me apresuro. Alcanzo la puerta principal y la abro, pero su palma encuentra la puerta sobre mi cabeza, y la cierra de golpe.


Aprieto los ojos con fuerza, preparándose para cuales quiera sean las palabras que están a punto de matarme por completo, porque sé que lo harán.


Su rostro se encuentra justo junto a mi oreja, y su pecho presionado contra mi espalda. —Eso es lo que hemos estado haciendo, Paula. Joder. He dejado claro eso desde el primer día.


Me río, porque no sé qué más hacer. Me giro y lo miro. No se aparta, y es mucho más intimidante en este momento de lo que lo he visto antes.


—¿Piensas que dejaste claro eso? —le pregunto—. Estás tan lleno de mierda, Pedro.


Todavía no se mueve, pero su mandíbula se tensa. —¿Cómo no he sido claro? Dos reglas. No puede ser más simple que eso.


Me río con incredulidad, entonces saco todo de mi pecho de una vez.


—Hay una gran diferencia entre joder con alguien y hacerle el amor. No me has jodido en más de un mes. Cada vez que estás dentro de mí, me haces el amor. Puedo verlo en la forma en que me miras. Me extrañas cuando no estamos juntos. Piensas en mí todo el tiempo. Ni siquiera puedes esperar diez segundos para entrar por tu propia puerta antes de venir a verme. Así que, no intentes decirme que lo has aclarado desde el primer día, porque eres el hombre más malditamente rebuscado que jamás he conocido.


Respiro.


Respiro por primera vez en lo que se siente como un mes.


Él puede hacer lo que quiera con todo eso. He terminado de
intentarlo.


Deja escapar una respiración tranquila y controlada mientras
retrocede varios pasos. Parpadea y se da la vuelta como si no quisiera que lea las emociones que obviamente están presentes en algún lugar en lo profundo de él. Sus manos agarran su nuca con fuerza, y permanece en esta posición por un sólido minuto sin moverse. Empieza a soltar una
respiración tranquila tras otra, como si estuviera haciendo todo en su poder para controlarse y no llorar. Mi corazón empieza a doler cuando me doy cuenta de lo que sucede.


Se está rompiendo.


—Oh, Dios —susurra. Su voz es completamente dolida—. ¿Qué te estoy haciendo, Paula?


Camina hacia la pared y cae frente a ella, y se desliza hasta el piso.


Sus rodillas suben, y descansa los codos sobre ellas, cubriéndose el rostro con las manos para detener sus emociones. Sus hombros empiezan a sacudirse, pero no emite ni un sonido.


Está llorando.


Pedro Alfonso está llorando.


Es el mismo llanto desgarrador que provenía de él la noche que lo conocí.


Este hombre maduro, este muro de intimidación, este sólido velo de armadura, él está desmoronándose por completo justo en frente de mis ojos.


—¿Pedro? —susurro. Mi voz es débil comparada con su enorme silencio. Camino hacia él y me arrodillo delante de él. Envuelvo el brazo alrededor de sus hombros y bajo la cabeza hacia la suya.


No le pregunto de nuevo que está mal, porque ahora me aterra saber.

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