martes, 30 de septiembre de 2014
CAPITULO 10
PAULA
Han pasado dos semanas desde que vi a Pedro, pero sólo dos segundos desde la última vez que he pensado en él.
Parece trabajar tanto como Gonzalo, y aunque es agradable tener el lugar para mí de vez en cuando, también lo es cuando Gonzalo no está trabajando y realmente hay alguien con quien hablar. Diría que es lindo cuando Gonzalo y Pedro no están fuera del trabajo, pero no ha sucedido desde que he vivido aquí.
Hasta ahora.
—Su papá está trabajando y él no lo hará hasta el lunes —dice Gonzalo. No tenía idea de que había invitado a Pedro a ir a casa con nosotros para Acción de Gracias hasta este momento. Está tocando la puerta del apartamento de Pedro—. No tiene nada más que hacer.
Estoy bastante segura de que asiento después de escuchar esas palabras, pero me giró y camino en línea recta hacia el ascensor. Tengo miedo de que cuando Pedro abra la puerta, mi emoción por el hecho de que vendrá con nosotros será transparente.
Estoy en el ascensor, en la pared más alejada, cuando ambos entran. Pedro me ve y asiente, pero es todo lo que consigo. La última vez que hablé con él, volví las cosas completamente incómodas entre nosotros, así que no digo ni una palabra. También trato de no verlo fijamente, pero
es muy difícil concentrarse en otra cosa. Está vestido casualmente con una gorra de béisbol, pantalones vaqueros y una camiseta de los 49ers. Sin embargo, creo que ese es el por qué encuentro difícil de apartar la mirada, porque los chicos siempre me han parecido más atractivos cuando ponen menos esfuerzo en tratar de serlo.
Mis ojos dejan su ropa y encuentran su mirada fija, concentrada. No sé si sonreír con vergüenza o mirar hacia otro lado, así que simplemente opto por copiar su próximo movimiento, esperando que aparte la mirada primero.
No lo hace. Sigue mirándome en silencio durante el resto del viaje en ascensor, y yo obstinadamente hago lo mismo. Cuando finalmente llegamos a la planta baja, estoy aliviada de que de salga primero, porque tengo que inhalar una respiración muy profunda, teniendo en cuenta que no he respirado en por lo menos sesenta segundos.
—¿A dónde se dirigen ustedes tres? —pregunta Cap una vez que todos bajamos del ascensor.
—A casa, en San Diego —dice Gonzalo—. ¿Tienes plantes para Acción de Gracias?
—Va a ser un día muy ocupado para los vuelos —dice Cap—. Calculo que estaré aquí trabajando. —Me da un guiño y yo le guiño de vuelta antes de que desplace su atención a Pedro—. ¿Y tú, muchacho? ¿Te diriges a tu casa?
Pedro lo observa en silencio, de la misma manera silenciosa en que me miraba fijamente en el elevador. Eso me decepciona enormemente, porque por un momento, tuve una pequeña luz de esperanza de que Pedro me miraba como lo hacía porque sentía la misma atracción que yo siento cuando estoy cerca de él. Pero ahora, viendo su enfrentamiento visual con Cap, estoy casi segura de que no quiere decir que Pedro se siente atraído por una persona simplemente por quedarse viéndola descaradamente.
Pedro aparentemente sólo mira a todo el mundo de esta forma.
Unos muy silenciosos y torpes cinco segundos siguen, y ninguno de los dos habla. ¿Quizás a Pedro no le gusta que se refieran a él como “muchacho”?
—Ten una buena Acción de Gracias, Cap —pronuncia finalmente Pedro, sin siquiera molestarse en responder a la pregunta. Se da la vuelta y comienza a caminar a través del vestíbulo con Gonzalo.
Miro a Cap y me encojo de hombros. —Deséame suerte —le digo en voz baja—. Parece que el Sr. Alfonso podría estar teniendo otro mal día.
Cap sonríe. —No —dice, retrocediendo un paso hacia su silla—. A algunas personas simplemente no les gustan las preguntas, es todo. —Se deja caer y me da un saludo de despedida. Lo saludo de vuelta antes de caminar hacia la salida.
No puedo decir si Cap excusa a Pedro por su comportamiento grosero porque él le gusta, o si simplemente excusa a todos.
—Conduciré hasta allí, si quieres —le dice Pedro a Gonzalo cuando todos llegamos al coche—. Sé que no has dormido todavía. Puedes conducir de regreso mañana.
Gonzalo está de acuerdo y Pedro abre la puerta del lado del conductor.
Me subo al asiento de atrás y trato de averiguar dónde sentarme. No sé si debería sentarme directamente detrás de Pedro, en medio, o detrás de Gonzalo. En cualquier lugar que me siente, lo siento. Él está en todas partes.
Todo es Pedro.
Eso es lo que pasa cuando una persona desarrolla una atracción hacia alguien. Él es nada y, de repente, está en todas partes, ya sea si quieres que lo esté o no.
Esto me hace preguntarme si estoy en cualquier lugar para él, pero el pensamiento no dura mucho. Puedo decir cuando un hombre se siente atraído por mí y Pedro, definitivamente, no entra en esa categoría. Es por eso que tengo que encontrar la forma de detener lo que sea que siento cuando estoy cerca de él. La última cosa que quiero ahora mismo es un enamoramiento por un tonto chico cuando apenas tengo tiempo para centrarme en el trabajo y la escuela.
Saco un libro de bolsillo de mi cartera y empiezo a leer. Pedro enciende la radio y Gonzalo coloca su asiento hacia atrás y mueve sus pies sobre el salpicadero. —No me despierten hasta que estemos allí —dice, poniendo su gorra sobre sus ojos.
Echo un vistazo a Pedro, que está ajustando el espejo retrovisor. Se da la vuelta y mira detrás de nosotros para retirarse del lugar, y sus ojos se encuentran con los míos brevemente.
—¿Estás cómoda? —pregunta. Se da la vuelta antes de que mi respuesta llegue y pone el coche en marcha, entonces me mira por el espejo retrovisor.
—Sip —digo. Me aseguro de mostrar una sonrisa al final de la palabra. No quiero que piense que estoy molesta porque vino, pero es difícil para mí no parecer cerrada cuando estoy cerca de él, ya que trato muy duro estarlo.
Mira hacia delante, y yo vuelvo a mi libro.
Treinta minutos pasan y el movimiento del automóvil acompañado de mi intento de leer está causándome dolor de cabeza. Dejo el libro a mi lado y vuelvo a acomodarme en el asiento trasero. Apoyo la cabeza hacia atrás y subo mis pies sobre la consola entre Pedro y Gonzalo. Él mira hacia
mí por el espejo retrovisor y sus ojos se sienten como si fueran manos, corriendo por cada centímetro de mí. Sostiene su mirada por no más de dos segundos, luego vuelve a ver la carretera.
Odio esto.
No tengo idea de lo que pasa por su cabeza. Nunca sonríe. Nunca se ríe. No coquetea. Su rostro se ve como si mantuviera un velo constante entre sus expresiones y el resto del mundo.
Siempre he sido una fanática de los chicos callados. En primer lugar, porque la mayoría de los hombres hablan demasiado, y es doloroso tener que sufrir a través de cada pensamiento que pasa por sus cabezas.
Sin embargo, Pedro me hace desear que no fuera tan callado. Quiero conocer todos los pensamientos que pasan por su cabeza. Especialmente el pensamiento que está ahí ahora mismo, escondiéndose detrás de esa inquebrantable expresión estoica.
Todavía estoy viéndolo por el espejo retrovisor, tratando de
entenderlo, cuando me mira de nuevo. Bajo la mirada hacia mi teléfono, un poco avergonzada de que me atrapó viéndolo. Pero ese espejo es como un imán y maldita sea si mis ojos no se disparan hacia allí otra vez.
Al segundo que observo el espejo de nuevo, él también está mirando.
Bajo la mirada.
Mierda.
Este viaje está a punto de ser el más largo de toda mi vida.
Lo hago por tres minutos, luego vuelvo a mirar.
Mierda. Lo hace también.
Sonrío, divertida por cualquiera que sea este juego que estamos jugando.
Él sonríe, también.
Él.
Sonríe.
También.
Pedro mira de vuelta al camino, pero su sonrisa se mantiene durante varios segundos. Lo sé porque no puedo dejar de observarlo fijamente.
Quiero tomar una foto de su sonrisa antes de que desaparezca de nuevo, pero eso sería raro.
Baja su brazo para descansarlo en la consola, pero mis pies están en su camino. Me empujo con mis manos. —Lo siento —le digo, mientras comienzo a retirarlos.
Sus dedos se envuelven alrededor de mi pie descalzo, deteniéndome.
—Estás bien —dice.
Su mano todavía está envuelta alrededor de mi pie. Me quedo observándolo una vez más.
Santo infierno, su pulgar se acaba de mover. Lo movió
deliberadamente, acariciando un lado de mi pie. Mis muslos se aprietan juntos, mi respiración se detiene en mis pulmones y mis piernas se tensan, porque maldita sea si su mano simplemente no acarició mi pie antes de que la apartara.
Tengo que masticar el interior de mi mejilla para no sonreír.
Creo que te sientes atraído por mí, Pedro.
CAPITULO 9
PEDRO
Seis años antes…
Cenamos, pero es incómodo.
Lisa y papa intentan incluirnos en la conversación, pero ninguno
de nosotros está de ánimo para hablar. Miramos fijamente
nuestros platos. Empujamos
la comida con los tenedores.
No queremos comer.
Papá le pregunta a Lisa si quiere ir a sentarse atrás.
Lisa dice que sí.
Lisa le pide a Romina que me ayude a limpiar la mesa.
Romina dice que de acuerdo.
Llevamos los platos a la cocina.
Estamos en silencio.
Romina se recuesta contra el mostrador mientras cargo el lavavajillas.
Me observa hacer lo mejor que puedo por ignorarla. Ella no se da cuenta
de que está en todos lados. Está en todo. Cada cosa se ha
convertido en Romina.
Me consume.
Mis pensamientos ya no son pensamientos.
Mis pensamientos son Romina.
No puedo enamorarme de ti, Romina.
Miro el fregadero. Quiero mirar a Romina.
Respiro. Quiero respirar a Romina.
Cierro los ojos. Sólo veo a Romina.
Me lavo las manos. Quiero tocar a Romina.
Me seco las manos con una toalla antes de girarme y enfrentarla.
Sus manos agarran el mostrador detrás de ella. Las mías están
cruzadas contra mi pecho.
—Son los peores padres en el mundo —susurra.
Su voz se rompe.
Mi corazón se rompe.
—Despreciables —le digo.
Se ríe.
No se supone que me enamore de tu risa, Romina.
Suspira. También me enamoro de eso.
—¿Cuánto hace que se están viendo? —le pregunto.
Ella será honesta.
Se encoge de hombros. —Cerca de un año. Ha sido a larga distancia hasta
que nos mudamos más cerca de él.
Siento el corazón de mi madre romperse.
Lo odiamos.
—¿Un año? —le pregunto—. ¿Estás segura?
Asiente.
No sabe sobre mi madre. No le puedo decir.
—¿Romina?
Digo su nombre en voz alta, justo como quise hacerlo desde
el segundo en que la conocí.
Continúa mirándome fijamente. Traga, entonces
respira un bajo—: ¿Sí?
Doy un paso hacia ella.
Su cuerpo reacciona. Es un poco más alta pero no por mucho. Su
respiración
es más pesada pero no demasiado. Sus mejillas se ruborizan
pero no tanto.
Todo justo lo suficiente.
Mis manos encajan en su cintura. Mis ojos buscan los suyos.
No me dicen que no, así que lo hago.
Cuando mis labios tocan los suyos, es tantas cosas. Es bueno,
malo,
correcto, equivocado y
vengativo.
Inhala, robando un poco de mi aliento. Respiro en ella,
dándole más. Nuestras lenguas se tocan y nuestra culpa se entrelaza
y mis dedos se deslizan por el cabello que Dios hizo específicamente
para ella.
Mi nuevo sabor favorito es Romina.
Mi nueva cosa favorita es Romina.
Quiero a Romina para mi cumpleaños. Quiero a Romina para navidad.
Quiero
a Romina para mi graduación.
Romina, Romina, Romina.
Voy a enamorarme de ti de todas formas, Romina.
Las puestas traseras se abren.
Suelto a Romina.
Ella me suelta, pero sólo físicamente. Todavía puedo sentirla en todos
los demás sentidos.
Aparto la mirada de ella, pero todo sigue siendo Romina.
Lisa entra en la cocina. Luce feliz.
Tiene derecho a estar feliz. No es la que murió.
Lisa le dice a Romina que es hora de irse.
Me despido de ambas, pero mis palabras son sólo para Romina.
Ella lo sabe.
Termino con los platos.
Le digo a mi padre que Lisa es agradable.
Todavía no le digo que lo odio. Quizás nunca lo haga. No quiero
saber qué bien haría decir que ya no lo
veo de la misma forma.
Ahora él sólo es… normal. Humano.
Tal vez ese es el rito de paso antes de que te conviertas en un hombre
—darte cuenta de que tu padre no tiene la vida descubierta
mucho más que tú.
Voy a mi habitación. Saco el teléfono, y le escribo a Romina.
Yo: ¿Qué haremos mañana por la noche?
Romina: ¿Mentirles?
Yo: ¿Podemos vernos a las siete?
Romina: Sí.
Yo: ¿Romina?
Romina: ¿Sí?
Yo: Buenas noches.
Romina: Buenas noches, Pedro.
Apago el teléfono, porque quiero que ese sea el último mensaje de
texto
que reciba esta noche. Cierro los ojos.
Estoy cayendo, Romina.
lunes, 29 de septiembre de 2014
CAPITULO 8
Debería haber sabido que ver su apartamento no me daría ningún indicio de quién es. Ni siquiera su mirada puede hacerlo.
Seguro, en verdad aquí todo es mucho más silencioso, y sí, pude terminar en dos horas seguidas de tarea, pero sólo porque no tuve distracciones.
De ningún tipo.
Nada de pinturas en las paredes blancas y estériles. Nada de decoraciones. Ningún tipo de colores. Incluso la mesa de madera sólida que dividía la cocina con la sala se encuentra sin nada. Es completamente diferente al hogar donde crecí, donde la mesa del comedor era el punto central de toda la casa de mi madre, y en la cual estaba incluido el centro de mesa, un elaborado candelabro en el techo, y platos que combinaban con cualquier estación en la que nos encontráramos.
Pedro ni siquiera tiene un bol de frutas.
Lo único impresionante en este apartamento es la estantería en la sala de estar. Alineada con docenas de libros, lo cual me emociona muchísimo más que cualquiera otra cosa que potencialmente pudiese adornar sus paredes desnudas. Me acerco al estante a inspeccionar su selección, esperando obtener un vistazo de él basado en su elección de literatura.
Todo lo que encuentro es fila tras fila de libros sobre aeronáutica.
Me siento un poco decepcionada luego de una inspección de su apartamento, la mejor conclusión a la que puedo llegar es que probablemente sea un maniático del trabajo, por no decir nada del mal gusto en decoración.
Me rindo con la sala y camino hasta la cocina. Abro el refrigerador, pero apenas hay algo dentro. Hay algunas cajas de comida para llevar.Condimentos. Jugo de naranja. Se parece mucho al refrigerador de Gonzalo —vacío, triste y muy de hombre soltero.
Abro un gabinete, agarro un vaso y me sirvo algo de jugo. Lo tomo y lo lavo en el fregadero. Hay varios platos apilados a la izquierda del fregadero, así que también comienzo a lavarlos. Incluso sus platos y vasos carecen de personalidad —son simples y blancos, y llenos de tristeza.
Siento la súbita necesidad de tomar mi tarjeta de crédito y correr directo a la tienda y comprar algunas cortinas, un set nuevo de platos llenos de color, algunas pinturas, y quizá una planta o dos. Este lugar necesita un poco de vida.
Me pregunto cuál será su historia. No creo que tenga novia.
Hasta ahora no lo he visto con ninguna, y el apartamento junto con la obvia falta de un toque femenino, hace que sea fácil de asumir. No creo que una chica entraría a este departamento sin decorarlo al menos un poco antes de irse,
así que asumiré que simplemente no entran.
También me hace pensar en Gonzalo. En todos nuestros años creciendo juntos, nunca ha sido abierto con sus relaciones, pero estoy bastante segura que la razón es que nunca ha estado en una. En el pasado, cada vez que me presenta una chica, esta nunca parece durar una semana entera con él. No sé si será porque no le gusta tener a nadie a su lado o si es señal de lo difícil que es estar con él. Estoy segura que es lo primero, basado en el número de llamadas casuales que ha recibido de tantas mujeres.
Considerando su abundancia de aventuras de una noche y su falta de compromiso, a veces me confunde y no logro comprender como pudo ser tan protector conmigo al crecer.
Supongo que simplemente se conocía muy bien a sí mismo. No quería que saliera con chicos como él.
Me pregunto si Pedro es como Gonzalo.
—¿Estás lavando mis platos?
Su voz me toma completamente por sorpresa, haciéndome saltar. Me volteo y vislumbro a Pedro, casi soltando el vaso en mis manos. Se resbala, pero de alguna manera logro agarrarlo antes de que se estrelle contra el piso. Respiro para calmarme y coloco el vaso con gentileza en el fregadero.
—Terminé mi tarea —digo, tragándome el nudo que acababa de apoderarse de mi garganta. Miro los platos que ahora se encuentran en el coladero—. Y estaban sucios.
Pedro sonríe.
Creo.
Tan pronto como las esquinas de sus labios comienzan a ascender, vuelven de nuevo a su posición normal. Falsa alarma.
—Ya todos se fueron —dice Pedro, dándome el visto bueno para desocupar sus premisas. Nota el envase de jugo que aún se encuentra en la encimera, así que lo levanta y lo vuelve a meter al refrigerador.
—Lo lamento —murmuro—. Tenía sed.
Se gira para mirarme e inclina su hombro contra el refrigerador, cruzando sus brazos sobre su pecho—. No me importa si bebes mi jugo,Paula.
Oh, guau.
Esa fue una oración extrañamente sexy. Al igual que su presencia al decirla.
Sin embargo, aún no sonreía. Jesucristo, este hombre. ¿Acaso no se da cuenta que las expresiones faciales están hechas para acompañar el habla?
No quiero que vea mi decepción, así que me giro de nuevo hacia el fregadero. Utilizo el rociador para que la espuma que queda se vaya por el desagüe. Encuentro este acto bastante conveniente, considerando las vibras extrañas que flotan alrededor de la cocina. —¿Cuánto tiempo has vivido aquí? —pregunto, intentando aliviar el incómodo silencio mientras me giro para mirarlo.
—Cuatro años.
No sé por qué me río, pero lo hago. Él levanta una ceja, claramente confundido del por qué su respuesta me causa tanta risa.
—Es sólo que tu apartamento… —Miro alrededor de la sala, y luego de nuevo hacia él—, es como rudo. Creí que quizá te acababas de mudar y por eso no habías tenido tiempo de decorar.
No quise que sonara como un insulto, pero así es exactamente como sonó. Simplemente intento sacarle conversación, pero creo que sólo estoy empeorando toda esta incomodidad.
Su mirada se mueve con lentitud alrededor del apartamento
mientras procesa mi comentario. Desearía poder retractarme, pero ni siquiera lo intento. Probablemente sólo lo empeoraría.
—Trabajo mucho —dice—. Nunca tengo compañía, así que supongo que no ha sido una prioridad.
Quiero preguntarle por qué nunca tiene compañía, pero ciertas preguntas parecen estar fuera de los límites para él.
—Hablando de compañía, ¿qué le pasa a Augusto?
Pedro se encoge de hombros, recostando por completo su espalda contra el refrigerador. —Augusto es un idiota que no respeta a su esposa — dice sin emoción alguna. Se gira y sale de la cocina, dirigiéndose hacia su habitación. Empuja la puerta para cerrarla, pero deja el espacio suficiente para que aún pueda escucharlo hablar—. Pensé advertirte antes que cayeras en su teatro.
—No caigo en actuaciones —digo—. Y menos en las de tipos como Augusto.
—Bien —dice.
¿Bien? Já. Pedro no quiere que me guste Augusto. Me encanta que Pedro no quiera que me guste Augusto.
—A Gonzalo no le gustaría que empieces algo con él. Odia a Augusto.
Oh. No quiere que me guste Augusto por el bien de Gonzalo. ¿Por qué saber eso me decepciona?
Sale de nuevo de su habitación, y ya no se encuentra en vaqueros y camiseta. Ahora tiene puesto un par de pantalones plisados bastante familiares y una camisa blanca pegada, abierta y desabotonada.
Se está poniendo un uniforme de piloto.
—¿Eres piloto? —pregunto, un tanto perpleja. Mi voz me hace sonar extrañamente impresionada.
Asiente y entra al cuarto de limpieza adyacente a la cocina.
—Así es como conocí a Gonzalo —dice—. Fuimos a la escuela de aviación juntos. — Camina de nuevo hacia la cocina con una cesta de ropa que coloca encima del mesón—. Es un gran chico.
Su camisa no está abotonada.
Estoy mirando directo a su estómago.
Deja de mirar su estómago.
Oh, por Dios, tiene forma en V. Esas hermosas hendiduras que tienen los hombres que recorren la longitud de los músculos de sus abdominales, desapareciendo debajo de sus vaqueros como si su intención fuese señalar el blanco secreto.
¡Jesucristo, Paula, estás mirando su jodida entrepierna!
Ahora está botonando su camisa, así que de alguna manera gano una fuerza sobrehumana y obligo a mis ojos a mirar de nuevo su rostro.
Pensamientos. Debería tener algunos de esos, pero no los encuentro.
Quizá es porque acabo de enterarme que es piloto de avión.
Pero, ¿por qué me impresionaría eso?
Que Augusto sea piloto no me impresiona. Pero al mismo tiempo, no me enteré que Augusto era piloto mientras lavaba ropa y me mostraba sus abdominales. Un piloto que dobla ropa mientras luce sus abdominales es en verdad impresionante.
Pedro se encuentra completamente vestido. Se está poniendo sus zapatos y lo observo como si estuviese en un teatro y él fuera la atracción principal.
—¿Eso es seguro? —pregunto, de alguna manera encontrando pensamientos coherentes—. ¿Has estado bebiendo con los chicos, y ahora estás a punto de irte a controlar un jet comercial?
Pedro se sube el cierre de la chaqueta y luego levanta un bolso lleno del piso.
—Hoy sólo tomé agua —dice, justo antes de salir de la cocina—. No suelo beber mucho. Y definitivamente no lo hago en noches de trabajo.
Me río y lo sigo hasta la sala. Camino a la mesa para recoger mis cosas. —Creo que te estás olvidando cómo nos conocimos —digo—. ¿El día de la mudanza? ¿El día que me encontré a un tipo desmayado en el pasillo?
Abre la puerta principal para dejarme salir. —No tengo idea de lo que estás hablando, Paula —dice—. Nos conocimos en un elevador, ¿recuerdas?
No puedo descifrar si está bromeando o no, ya que no sonríe ni su mirada se ilumina.
Cierra la puerta detrás de nosotros. Le devuelvo su llave y él cierra la puerta. Camino hasta la mía y la abro.
—¿Paula?
Casi pretendo no escucharlo, sólo para que tenga que decir mi nombre otra vez. En vez de eso, me giro para mirarlo, pretendiendo que este hombre no me afecta en lo absoluto.
—¿Esa noche que me encontraste en el pasillo? Eso fue una excepción. Una muy rara excepción.
En sus ojos hay algo oculto, y puede que hasta en su voz también.
Se queda de pie en la puerta delantera, listo para dirigirse a los elevadores. Está esperando para ver si tengo algo que decir en respuesta.
Debería despedirme. Quizá deba decirle que tenga un buen vuelo. Sin embargo, eso puede que sea considerado de mala suerte. Debería simplemente desearle buenas noches.
—¿Esa excepción fue por lo que ocurrió con Romina?
Sí. Mejor decido decir eso.
¡¿Por qué dije eso?!
Su postura cambia. Su expresión se congela, como si mis palabras lo hubiesen golpeado con un rayo de electricidad.
Lo más probable es que esté confundido por lo que dije, ya que obviamente no recuerda nada de esa noche.
Rápido, Paula. Recupérate.
—Pensaste que yo era alguien llamada Romina—suelto, explicando mi torpeza lo mejor que puedo—. Simplemente pensé que quizá algo había sucedido entre ustedes dos y por eso… ya sabes.
Pedro respira profundo, pero intenta esconderlo. Golpeé un nervio.
Aparentemente, no se debe hablar de Romina.
—Buenas noches, Paula —dice, volteándose.
No sé qué sucedió. ¿Lo había avergonzado? ¿Lo enojé? ¿Lo hice sentirse triste?
Lo que sea que haya hecho, ahora lo odio. Esta incomodidad llena el espacio entre mi puerta y el elevador en el que ahora se encuentra de pie.
Entro a mi apartamento y cierro la puerta, pero la incomodad está en todas partes. No se quedó en el pasillo solamente.
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