jueves, 2 de octubre de 2014

CAPITULO 16




PAULA


—Tengo que ir al baño.


Gonzalo gruñe. —¿De nuevo?


—No tuve que hacerlo en dos horas —digo a la defensiva.


En realidad, no tengo que ir al baño, pero necesito salir de este coche. Después de la conversación que tuve con Pedro anoche, el coche se siente diferente con él arriba. Se siente como si hubiera más de él, y cada minuto que pasa y no habla, me pregunto lo que ocurre en su cabeza. Me
pregunto si se arrepiente de nuestra plática. Si va a fingir que nunca ocurrió.


Desearía que mi papá hubiera fingido que nunca pasó. 


Antes de que nos fuéramos esta mañana, me hallaba sentada a la mesa de la cocina con él cuando Pedro entró.


—¿Dormiste bien, Pedro? —preguntó al tiempo que este se sentaba a la mesa.


Pensé que se ruborizaría por la vergüenza, pero en su lugar, observó a mi padre, negando con la cabeza. —No demasiado bien —le respondió Pedro—. Su hijo habla dormido.


Mi padre tomó su vaso y lo levantó en dirección a Pedro —Es bueno saber que estabas en la habitación con Gonzalo anoche.


Por suerte, Gonzalo aún no se había sentado y oído ese comentario de papá. Pedro estuvo en silencio durante el resto del desayuno, y la única vez que lo noté hablando fue cuando Gonzalo y yo nos encontramos en el coche.


Pedro se acercó a mi padre y le sacudió la mano, diciendo algo que nada más mi padre pudo oír. Intenté leerle la expresión, pero mantuvo un férreo control en ella. Mi padre es casi tan bueno en ocultar sus pensamientos como Pedro.


De verdad quiero saber lo que Pedro le dijo a mi padre esta mañana antes de que nos fuéramos.


También quiero saber la respuesta a otra docena de preguntas que tengo sobre Pedro.


Cuando éramos jóvenes, Gonzalo y yo siempre concordamos en que si pudiéramos tener algún superpoder, sería la habilidad de volar. Ahora que conozco a Pedro, cambié de opinión. Si tuviera un superpoder, sería el de infiltrarme. Me infiltraría en su mente de manera que pudiera ver cada uno de sus pensamientos.


Me infiltraría en su corazón y me esparciría como un virus.


Me llamaría “La Infiltradora”.


Sí. Eso suena bien.


—Ve al baño —dice Gonzalo, agitado, en lo que estaciona el coche.


Desearía volver a estar en la secundaria para poder llamarlo idiota.


Los adultos no llaman así a sus hermanos.


Salgo del coche y siento que puedo respirar otra vez, hasta que Pedro abre su puerta y también sale. Ahora él parece incluso más grande, y mis pulmones más pequeños. 


Caminamos juntos hasta la estación de gasolina, pero no hablamos.


Es gracioso cómo funciona eso. En ocasiones, el no hablar dice más que todas las palabras en el mundo. En ocasiones, mi silencio dice: No sé cómo hablarte. No sé lo que piensas. Háblame. Dime todo lo que hayas dicho alguna vez. Todas las palabras. Comenzando por la primera.


En silencio me pregunto qué dice él.


Una vez que estamos dentro, encuentra la señal para los baños primero, por lo que asiente y da un paso frente a mí. 


Es el líder. Porque es sólido y yo líquido, y justo ahora, sólo soy su estela.


Cuando llegamos a los baños, entra en el de hombres sin detenerse.


No se gira para mirarme. No espera a que entre al de damas primero. Abro la puerta, pero no necesito usarlo. Sólo quiero respirar, pero él no me lo permite. Me invade. No creo que lo quiera. Simplemente me invade los pensamientos, el estómago, los pulmones y el mundo.


Ese es su superpoder. La invasión.


El Invasor y la Infiltradora. Tienen más o menos el mismo
significado, así que supongo que hacemos un jodido equipo.


Me lavo las manos y pierdo suficiente tiempo como para que parezca que de verdad necesitaba que Gonzalo se detuviera. 


Abro la puerta del baño y él me invade nuevamente. Se interpone en mi camino, parado frente a la puerta por la que intento salir.


No se mueve, a pesar de que me invade. En serio no lo quiero aquí, sin embargo, dejo que se quede.


—¿Quieres algo de beber? —pregunta.


Niego con la cabeza. —Tengo agua en el coche.


—¿Hambrienta?


Le digo que no. Parece ligeramente decepcionado de que no quiera nada. Tal vez no quiere regresar al coche.


—Sin embargo, puede que quiera algunos dulces —digo.


Una de sus raras y valiosas sonrisas aparece lentamente. —
Entonces, te compraré algunos dulces.


Se gira y camina hacia el pasillo de los dulces. Me detengo a su lado y miro mis opciones. Vemos los dulces por demasiado tiempo. Ni siquiera recuerdo querer alguno, pero ambos los miramos fijamente y fingimos que sí.


—Esto es extraño —susurro.


—¿Qué es extraño? —pregunta—. ¿Elegir dulces o tener que fingir que no queremos estar en el asiento trasero justo ahora?


Guau. Siento como si en verdad me hubiera infiltrado en sus
pensamientos de alguna manera. Sólo que esas fueron palabras que dijo voluntariamente. Palabras que me hicieron sentir muy bien.


—Ambas —digo con firmeza. Me giro para enfrentarlo—. ¿Fumas?


Me da una mirada de nuevo. La mirada que dice que soy rara.


No me importa.


—Nop —responde casualmente.


—¿Recuerdas esos dulces con forma de cigarrillo que vendían cuando éramos niños?


—Sí —dice—. Es un poco morboso, si lo piensas.


Asiento. —Gonzalo y yo solíamos comprarlos todo el tiempo. No hay forma en el infierno que deje que mis hijos compren esas cosas.


—Dudo que los sigan haciendo —dice Pedro.


Nos volteamos a los dulces otra vez.


—¿Y tú? —pregunta.


—¿Y yo qué?


—¿Fumas?


Sacudo la cabeza. —Nop.


—Bien —dice. Observamos los dulces un poco más. Se gira para enfrentarme, y yo lo miro—. ¿Siquiera quieres algún dulce, Paula?


—Nop.


Se ríe. —Entonces supongo que deberíamos volver al coche.


Concuerdo, pero ninguno de los dos se mueve.


Se estira por mi mano y la toca tan suavemente que es como si fuera consiente de que él está hecho de lava y yo no. Agarra dos de mis dedos, ni siquiera acercándose a sostenerme toda la mano, y les da un suave tirón.


—Espera —le digo, tirando de su mano. Me mira sobre el hombro y luego se gira para hacerlo completamente—. ¿Qué le dijiste a mi padre esta mañana? ¿Antes de que nos fuéramos?


Sus dedos se tensan alrededor de los míos, y su expresión no se desvía de la penetrante mirada que perfeccionó. —Me disculpé con él.


Se gira hacia la puerta una vez más, y esta vez lo sigo. No me suelta la mano hasta que nos encontramos cerca de la salida. Cuando finalmente la deja caer, me evaporo otra vez.


Lo sigo hacia el coche y espero no creer de verdad que soy capaz de infiltrarme. Me recuerdo que tiene una armadura. 


Es impenetrable.


No sé si puedo hacerlo, Pedro. No sé si puedo seguir la regla número dos, porque de repente quiero trepar en tu futuro más de que quiero treparme en el asiento trasero contigo.


—Larga fila —le dice Pedro a Gonzalo cuando ambos nos ubicamos en el coche. Gonzalo lo pone en marcha y cambia la estación de radio. No le importa cuán larga era la fila. No sospecha, o habría dicho algo. Además, no hay nada que sospechar aún.


Conducimos por unos buenos quince minutos antes de que me dé cuenta que ya no pienso en Pedro. Por los últimos quince minutos de conducción, mis pensamientos han sido recuerdos.


—¿Recuerdas cuando éramos niños y deseábamos que nuestro superpoder fuera poder volar?


—Sí, lo recuerdo —dice Gonzalo.


—Ahora tienes tu superpoder. Puedes volar.


Gonzalo me sonríe en el espejo retrovisor. —Sí —dice—, supongo que eso me hace un superhéroe.


Me recuesto en el asiento y miro por la ventanilla, un poco envidiosa de ambos. Envidiosa de las cosas que han visto. 


Los lugares a los que viajaron. —¿Cómo es? ¿Ver el amanecer desde el cielo?


Gonzalo se encoge de hombros. —La verdad es que no lo miro —dice— Estoy demasiado ocupado trabajando cuando ando allá arriba.


Esto me pone triste. No lo des por hecho, Gonzalo.


—Yo miro —dice Pedro. Observa por la ventanilla, y su voz es tan baja que casi no la oigo—. Cada vez que estoy allá arriba, lo miro.


Sin embargo, no dice cómo es. Su voz es distante, como si quisiera mantener ese sentimiento para sí mismo. Se lo permito.


—Rompes las leyes del universo cuando vuelas —digo—. Es impresionante. ¿Desafiar la gravedad? ¿Observar amaneceres y atardeceres desde lugares en los que la Madre Naturaleza no tenía intenciones de que lo hicieras? En realidad son superhéroes, si lo piensan.


Gonzalo me mira por el espejo retrovisor y se ríe. No lo des por hecho, Gonzalo. Sin embargo, Pedro no se ríe. Sigue mirando por la ventanilla.


—Tú salvas vidas —me dice Pedro—. Eso es mucho más
impresionante.


Mi corazón absorbe esas palabras directamente.


La regla número dos no luce muy bien desde aquí atrás.

3 comentarios:

  1. Me da tristeza y hasta imagino la carita de Pedro con semejante trsiteza pobrecito. Pero Paula lo va a salvar. Lo va a curar del corazón.

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  2. Muy buenos los 2 capítulos! Yo también me imagino su carita como Sil. Tanta tristeza en su pasado, qué será lo q lo hizo así?

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