El teléfono de la casa de Gonzalo nunca suena.
Especialmente después de la medianoche. Aparto las sábanas y tomo una camiseta, luego me la pongo sobre la cabeza. No sé por qué me molesto en vestirme.
Gonzalo no está, y Pedro no llega hasta mañana.
Llego a la cocina al quinto tono, justo cuando la máquina
contestadora se enciende. Cancelo el mensaje, y entonces coloco el teléfono en mi oreja.
—¿Hola?
—¡Paula! —dice mi madre—. Oh Dios mío, Paula.
Su voz está en pánico, lo que inmediatamente me hace entrar en pánico. —¿Qué pasa?
—Un avión. Un avión se estrelló hace media hora, y no puedo comunicarme con la aerolínea. ¿Has hablado con tu hermano?
Mis rodillas encuentran el suelo. —¿Estás segura de que fue su aerolínea? —le pregunto. Mi voz suena tan asustada que ni siquiera la reconozco. Suena tan asustada como la última vez que esto pasó.
Yo sólo tenía seis, pero recuerdo cada detalle como si hubiera sido ayer, hasta la pijama de luna y estrellas que usaba. Mi padre estaba en un vuelo nacional, y habíamos sintonizado las noticias justo antes de la cena para ver que uno de los aviones había caído por una falla en el motor.
Todos a bordo murieron. Recuerdo mirar a mi madre en el teléfono hablando con la aerolínea, histérica, tratando de averiguar más información sobre quién era el piloto. Nos dimos cuenta de que no era él a la hora, pero esa hora fue una de las más terroríficas de nuestras vidas.
Hasta ahora.
Me apresuro hacia mi habitación y tomo mi celular de la mesita de noche e inmediatamente marco su número. —¿Has intentado llamarlo? — le pregunto a mi madre mientras vuelvo a la sala de estar. Trato de llegar al sofá, pero por alguna razón, el suelo parece más cómodo. Me arrodillo de nuevo, casi en modo para rezar.
Creo que lo hago.
—Sí, he estado llamando a su celular sin parar. Sólo va al buzón de voz.
Es una pregunta estúpida. Por supuesto que ha intentado llamarlo.
Trato de nuevo, pero su teléfono va directamente al buzón de voz.
Intento tranquilizarla, pero sé que es inútil. Hasta que no
escuchemos su voz, tranquilizarnos no ayudará. —Llamaré a la aerolínea —le digo—. Te llamaré si sé algo.
Ni siquiera dice adiós.
Uso el teléfono del apartamento para llamar a la aerolínea y mi celular para llamar a Pedro. Es la primera vez que he marcado su número.
Rezo para que conteste, porque por más que esté demasiado asustada por Gonzalo, también pasa por mi cabeza que Pedro trabaja para la misma aerolínea.
Mi estómago está enfermo.
—¿Hola? —dice Pedro al segundo tono. Su voz suena dudosa, como si no estuviera seguro de por qué estoy llamando.
—¡Pedro! —digo, tanto frenética como aliviada—. ¿Está bien? ¿Gonzalo está bien?
Hay una pausa.
¿Por qué hay una pausa?
—¿Qué quieres decir?
—Un avión —digo inmediatamente—. Mi mamá llamó. Hubo un accidente de avión. Él no contesta su teléfono.
—¿Dónde estás? —dice rápidamente.
—En el apartamento.
—Déjame entrar.
Camino a la puerta y quito el seguro. Él la empuja y aún tiene el celular en su oreja. Cuando me ve, aleja el celular, e inmediatamente se ha apresurando hacia el sofá, toma el control remoto y enciende la televisión.
Pasa a través de los canales hasta que encuentra el del reporte de noticias. Marca un número en su teléfono, luego se da la vuelta y corre hacia mí. Toma mi mano en la suya. —Ven aquí —dice, tirando de mí hacia él—. Estoy seguro de que está bien.
Asiento contra su pecho, pero su tranquilidad es inútil.
—¿Gary? —dice cuando alguien le contesta—. Es Pedro. Sí. Sí, le escuché —dice—. ¿Quién estaba en la tripulación?
Hay una larga pausa. Estoy aterrada de mirarlo. Aterrada.
—Gracias. —Cuelga el teléfono—. Él está bien Paula —dice
inmediatamente—. Gonzalo está bien. Ian también.
Estallo en lágrimas de alivio.
Pedro me lleva hasta el sofá y nos sentamos, luego me empuja hacia él. Toma de mis manos el celular y presiona varios botones antes de colocar el teléfono en su oreja.
—Hola, soy Pedro. Gonzalo está bien. —Se detiene por unos segundos—. Sí, ella está bien. Le diré que la llame en la mañana. —Un par de segundos más pasan, y dice adiós. Coloca el celular en el sofá junto a él—. Tu mamá.
Asiento. Ya lo sabía.
Y ese simple gesto, él llamando a mi mamá, sólo me hizo
enamorarme aún más.
Besa la parte superior de mi cabeza, frotando mi brazo arriba y abajo, tranquilizándome.
—Gracias, Pedro —le digo.
No dice con gusto, porque no piensa que haya hecho nada que merezca agradecerle.
—¿Los conocías? —pregunto—. ¿A la tripulación a bordo?
—No. Eran de un centro diferente. Los nombres no me sonaron familiares.
Mi teléfono vibra, así que Pedro me lo da. Lo miro, y hay un mensaje de Gonzalo.
Gonzalo: En caso de que hayas escuchado sobre el avión, sólo quería que supieras que estoy bien. Llamé a la sede y Pedro también lo está. Por favor dile a mamá si escucha sobre ello. Te amo.
Recibir sus textos me llena aún más de alivio, ahora que sé con cien por ciento de seguridad que está bien.
—Es un texto de Gonzalo —le digo a Pedro—. Dice que estás bien. En caso de que estuviera preocupada.
Pedro se ríe. —¿Entonces me checó? —dice con una sonrisa—. Sabía que no podía odiarme por siempre.
Sonrío. Me encanta que Gonzalo quería que supiera que Pedro se encontraba bien.
Pedro continúa abrazándome, y saboreo cada segundo de ello.
—¿Cuándo planea venir a casa?
—No en dos días más —digo—. ¿Cuánto tiempo has estado en casa?
—Como dos minutos —dice—. Solo conecté mi teléfono para cargarse cuando llamaste.
—Me gusta que estés de regreso.
No responde. No dice que le gusta estar de regreso. En lugar de decir algo que tal vez me de falsa esperanza, solo me besa.
—Sabes —dice, jalándome a su regazo—, odio las circunstancias alrededor de la razón por la que probablemente no tuviste tiempo de ponerte pantalones, pero me encanta que no tengas pantalones. —Sus
manos se deslizan por mis muslos, y me acerca más hasta que estamos emparejados. Besa la punta de mi nariz, luego mi barbilla.
—¿Pedro? —Paso mis manos por su cabello y desciendo hacia su cuello, luego me detengo en sus hombros—. También me aterraba que fueras tú —susurro—. Es la razón por la que estoy feliz de que regresaras.
Sus ojos se suavizan, y las líneas de preocupación entre ellos desaparecen. Tal vez no sepa de su pasado o su vida, pero definitivamente noto que no ha llamado a nadie para decirle que está bien. Eso me pone triste por él.
Sus ojos caen de los míos y se asientan en mi pecho. Traza el contorno superior de mi camisa, luego lentamente la saca por mi cabeza.
Ya no tengo nada más que bragas puesto. Se inclina hacia adelante, envuelve su brazo alrededor de mi espalda, y me hala contra su boca. Sus labios se cierran con suavidad sobre mi pezón, y mis ojos se cierran involuntariamente. Escalofríos envuelven mi piel mientras sus manos comienzan a explorar cada parte de mi espalda y muslos. Su boca traza un camino hacia mi otro pecho, justo mientras sus manos se deslizan en mis pantaletas hacia mis caderas.
—Creo que tengo que romper esto, porque seguro que no quiero que te bajes de mi regazo —dice.
Sonrío. —Bien por mí. Tengo más de donde vinieron estas.
Puedo sentir su risa contra mi piel mientras sus manos jalan el elástico de mis bragas. Jala un costado pero falla en romperlo. Intenta rasgando el otro lado para quitármelas, pero nada cede.
—Me estás haciendo calzón chino —digo, riendo.
Deja salir un suspiro frustrado. —Siempre es mucho más sexy cuando lo hacen en televisión.
Me reacomodo y me siento más derecha. —Inténtalo otra vez — animo—. Tú puedes, Pedro.
Agarra el lado izquierdo de mis pantaletas y jala fuerte.
—¡Auch! —grito, acurrucándome en dirección de dolor para
aminorar el daño que el elástico le hizo a mi costado derecho.
Se ríe de nuevo y deja caer su rostro en mi cuello. —Lo lamento — dice—. ¿Tienes tijeras?
Hago una mueca de dolor ante la idea de viniera hacia mí con tijeras. Me deslizo en él y bajo de su regazo, luego me quito la ropa interior, pateándola para alejarla.
—Mirarte hacer eso valió totalmente mi intento fallido de ser sexy — dice.
Sonrío. —Tu intento fallido de ser sexy, de hecho te hizo sexy.
Mi comentario lo hace reír otra vez. Camino de nuevo hacia él y me subo a su regazo. Me reposiciona para que lo monte a horcajadas de nuevo. —¿Mis fallas te prenden? —pregunta, probando.
—Oh, sí —murmuro—. Tan caliente.
*****
Me quedé dormida en mi cama.
Al lado de Pedro.
Ninguno de los dos se había quedado dormido antes, luego de todo.
Uno siempre se va. Tanto como intento convencerme de que no significa nada, sé que lo hace. Cada vez que estamos juntos, tengo un poquito más de él. Bien sea un destello de su pasado, o pasar tiempo sin el sexo o incluso al estar dormidos, me está dando más y más de él, poco a poco.
Siento que es tanto bueno como malo. Es bueno porque quiero y necesito mucho más de él, cada poquito que tengo es suficiente para satisfacerme cuando comienzo a preocuparme por todo lo que no tengo de él. Pero es malo también, porque cada vez que tengo un poco más de él, otra parte suya se aleja. Puedo verlo en sus ojos, se preocupa de estar dándome esperanzas, y tengo miedo de que eventualmente simplemente decida alejarse.
Todo con Pedro se desmoronará.
Es inevitable. Es muy determinado sobre las cosas que no quiere de la vida, y estoy comenzando a entender cuán serio es al respecto. Así que, por mucho que intente proteger mi corazón de él, es inútil. Lo va a romper eventualmente, si le sigo permitiendo llenarlo. Cada vez que estoy con él, llena mi corazón más y más, y mientras más lo llena, más doloroso será cuando lo saque de mi pecho, como si, en primer lugar, no perteneciera ahí.
Escucho la vibración de su teléfono y lo siento rodarse para
alcanzarlo en la mesa de noche junto a él. Cree que estoy dormida, así que no le doy razón para pensar lo contrario.
—Hola —susurra. Hay una larga pausa, y comienzo a entrar en pánico internamente, preguntándome con quién habla—. Sí, lo siento. Debí llamar. Imaginé que dormías.
Ahora mi corazón está en mi garganta, haciendo su camino hacia mi boca, intentando escapar de Pedro y yo, de toda esta situación. Mi corazón sabe, por mi reacción a su llamada telefónica, que está en problemas. Mi corazón acaba de ir a modo luchar-o-volar, y justo ahora, hace todo lo que puede para correr.
No culpo a mi corazón ni un poco.
—Te quiero, papá.
Mi corazón se desliza hacia mi garganta y regresa de nuevo a mi pecho. Por ahora está feliz. Estoy feliz. Feliz de que, de hecho, tenga alguien a quien llamar.
En el mismo momento, me recuerdo de lo poco que sé de él. Lo poco que me muestra. Lo mucho que se esconde de mí, así que cuando finalmente me rompa, no será su culpa.
Tampoco será una ruptura rápida. Sera tan lenta y dolorosa, llena de tantos momentos como esos que rompen de adentro hacia afuera.
Momentos cuando él cree que estoy dormida y se desliza de mi cama.
Momentos cuando mantengo los ojos cerrados pero escucho mientras se pone la ropa. Momentos cuando me aseguro de que mi respiración permanezca regular, en caso de que me esté mirando cuando se agacha para besar mi frente.
Momentos en los que se va.
Porque siempre se va.
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